Siete: Gula

Siete: Gula

Esa última croqueta en el plato del centro, esa última raba solitaria junto a su exprimida rodaja de limón.  La patata que pide auxilio sin salsa, o la postrera galleta sin gracia de la lata. Todas ellas fueron un día las protagonistas de reuniones en torno al buen comer. A mano o con un cubierto de plata, servidas en lujosas vajillas o platos de plástico. Todas ellas fueron la de la vergüenza, aquella que quedaba abandonada por  sus congéneres, la que nadie quería por su aspecto o simplemente la más distante de las manos de cualquier ávido comensal.

La gula crece es un deseo ardiente como la más carnal de las lujurias, se hermana con la ira cuando la última gamba es robada del plato, es envidia en las miradas de cada bocado ajeno, avariciosa de cucharadas, orgullosa en curvas de felicidad y perezosa tras calmar el ánima concupiscible de nuestro ser más hambriento.

Somos de buen comer y en ocasiones de mejor beber, quizás como vestigio de nuestra lucha por la supervivencia. Tenemos que ser rápidos al compartir plato, ser los primeros en satisfacer su propio instinto. Pero no nos engañemos si las prisas nos atragantan, no tenemos rival cercano, es solo que la gula nos ha atrapado. ¿Es pecado como sus seis hermanos? Quedan ya lejos aquellos banquetes de cortes imperiales, de esparcir migas por los baberos y de lucir gruesos cuerpos como gran alarde de dinero; pero sí, sigue siendo pecado, y no por luchar por aquello que queda último en el plato, sino por el continuo derroche que implica.

Eran frecuentes los festines romanos entre triclinios, túnicas y esclavos africanos; regados con vino y acompañados de orgías, aquellos pater familias ofrecían a sus invitados cantidades ingentes de alimento; higos, jabatos, faisanes, cochinillos y caballas, junto con una pluma de pavo real de la que echar mano, para imagínese, vaciar y reaprovechar el espacio. Así mismo, daban rienda suelta a su gula los papas: como signo de opulencia en cuestionable sintonía con la divinidad, los capones, gallinas, ocas, huevos por centenares y panes hacían gran alarde de su riqueza; tal y como bien testimonia de introitus et exitus del día de la coronación del Papa Clemente VI.  

Casi un diez por ciento de la población mundial sufre desnutrición, sin tener en cuenta el padecer el hambre; son dos cosas muy distintas, la primera—sin duda—la más grave pues implica ante todo un estado de enfermo. Mientras tanto, en el primer mundo llevamos dietas que fácilmente sobrepasan lo mínimo imprescindible para vivir, y lo más triste, derrochamos al año trescientos kilos de comida por persona. Sin contar ya la inversión económica que supone a cada uno de nosotros y a la sociedad en su conjunto. Pero esto no es solo responsabilidad nuestra. La industria alimenticia hace también de las suyas, como si de un juego se tratara. Alimentos procesados, animales hacinados, colorantes de tono marciano, materias primas degeneradas, intereses de guante blanco, exportaciones estratégicas y en general poca transparencia.

Y es que la gula, como todo, evoluciona. Dejando de lado su incansable deseo de rememorar la más divina de las comedias, a cada uno que se hace con esa última croqueta; la gula es un mal existente en la vuelta de muchas esquinas cercanas. La gula hace de las suyas haciendo que muchos vivan aquel inferno que Dante ya describió.

Así que puede que ahora usted se encuentre ante un momento de hacerse con «la de la vergüenza», si es así, degústela y saboréela. No sea tan voraz, seguro que su hambre está calmada y le saldrá una curva más de felicidad. Otros son forzados como tributo a sus propios juegos del hambre.