El espacio público no nos pertenece

El espacio público no nos pertenece

El espacio público no nos pertenece. No nos pertenece individualmente porque es colectivo. No nos pertenece porque individualmente no fijamos sus normas de uso.

 

El espacio público ha de servir a cualquiera. Imaginémonos como protagonistas de un trabalenguas infantil. En la ciudad de Pamplona hay una plaza, en la plaza hay una calle, en la calle una calzada, en la calzada un puente, en el puente un paso subterráneo, el paso subterráneo da a un jardín, en el jardín una fuente, la fuente en el centro de la plaza, la plaza en la ciudad de Pamplona. Esta adaptación suigéneris se compone de espacios públicos. La cadencia entre unos espacios y otros se debe a que forman una red continua. Desde el urbanismo es lo que llamamos la RELP: la Red de Espacios Libres Públicos. Nos da igual si son espacios verdes, o espacios de tránsito o espacios de estancia.

 

Un uso fundamental del espacio público es que desde él se pueda acceder a los espacios parcelados. La parcela aparece en cuanto se necesita un grado de privacidad, un lugar que se pueda cerrar, ya sea de titularidad pública o privada. Como un ejercicio de figura y fondo, de blanco y negro, de lleno y vacío, la Red de Espacios Libres Públicos se opone al espacio parcelado: la copa de Rubin del urbanismo; esa ilusión óptica por la que unas veces vemos una copa; otra, unas caras.

 

Fue Giambattista Nolli en el siglo XVIII (1748), en su Nuova Pianta di Roma (un plano vigente hasta 1970), quien reflejó una nueva tendencia en el estudio de la urbanística. Con una convención gráfica tan sencilla como el uso del blanco y el negro, los espacios públicos quedan tan definidos como las parcelas edificadas. Los “llenos”, como masas edificadas; los “vacíos”, como espacios de uso público. Los “llenos”, como una vivienda, una industria, un edificio gubernamental, un equipamiento; los “vacíos”, como un parque, una avenida, una plaza, una calle.

 

Aunque nos parezca que el espacio público se rige por la urbanidad, o por el civismo o por alguna cuestión abstracta, lo cierto es que su uso se recoge en las ordenanzas de un municipio

Aunque nos parezca que el espacio público se rige por la urbanidad, o por el civismo o por alguna cuestión abstracta, lo cierto es que su uso se recoge en las ordenanzas de un municipio. Así, puede que aparezca en la ordenanza que el banco es para sentarse y no para dormir, o que solo se puede tocar la guitarra durante 45 minutos en el mismo punto y día, o que solo se puede beber alcohol en la vía pública si es pagando o que no se puede rondar en el Madrid de 1948 (y aún vigente).

 

Sin espacio público no hay ciudad. Es un principio categórico. Decíamos que el espacio público ha de servir a cualquiera; no obstante, establezcamos como regla que el espacio público nos pertenece menos cuanto más lejos estemos de la normatividad. La ordenanza no habla de orientación sexual, o identidad de género o de expresión de género y, sin embargo, notas rápido qué no se te permite hacer en el espacio público.

 

Tu ordenanza está internalizada. Tu ordenanza es el sentimiento de llevar la señal de “no loitering colgada. Esa señal británica que te avisa de que no te pares en un lugar sin hacer nada; no estés en la calle como si estuvieras a punto de cometer algo ilegal. Empezaste a escribir tu ordenanza del espacio público aquella/la vez que ibas de la mano de otro chico y te insultaron a veinte metros, o cuando volvías de casa de una amiga (del espacio parcelado) y tu apariencia se había adelantado a las modas (llevabas pantalones verdes), o cuando te diste aquel/un beso en la calle y un hombre borracho decidió comentarte lo que pensaba. Quizá recuerdes ir en autobús bajo la mirada inquisitiva de aquel/un pasajero a la espera de cazarte besándote con tu novio. Sin quererlo, en un entorno favorable, apartaste el brazo que indicaba que lo tuyo con aquel/el chico era más que amistad. En general, ya habías escrito el prefacio a tu ordenanza: «Utiliza el espacio público como si fueras hetero y cis».

 

Si tu familia te apoya, los espacios privados de tu casa están conquistados; puede que incluso hayas conseguido tu habitación propia, aunque sea como creación conceptual. Como Virginia Woolf en la conferencia en la que reclamaba independencia económica y personal dinero y una habitación propia para que las mujeres se emancipasen como literatas, te darás cuenta de que la habitación, en su construcción metafórica, todavía no te pertenece. A tu lado cuentas con la igualdad de iure, la igualdad legal; del otro lado, la igualdad de facto, la que falta por conseguir, aquella que no aboga por la ocultación cotidiana o, también, aquella que aboga por la visibilización cotidiana. Con respecto al espacio privado, el extremo es que te echen de casa; o lo contrario, que necesites huir.

 

La calle no es un espacio seguro para las personas de géneros y sexualidades diversas

Desde los 60, huir al downtown es un himno, es escapar al centro de la ciudad, “al lugar del ruido y de la prisa, donde puedes encontrar a alguien amable que te entienda”, como rezan los versos de Petula Clark. Pero para llegar al centro se necesita atravesar las calles de la RELP, y la calle no es un espacio seguro para las personas de géneros y sexualidades diversas. “Espacio seguro” es un concepto que empezó a utilizar el feminismo de los 70 en Estados Unidos para construir espacios libres de acoso y violencia (policial), pero también de resistencia colectiva. Porque un espacio seguro puede ser para hablar y debatir, donde te respetan y tienen en cuenta; pero también para actuar libremente: puede ser un bar.

 

Sin olvidar que es un espacio de pago, un bar puede ser un espacio de resistencia. Sentarse en una terraza es sentarse en el espacio común, pero con un uso especial que concede el ayuntamiento a través de una licencia de apertura y actividad. En una época previa a las aplicaciones de móvil, el bar era el reducto donde conocer, el lugar de camaradería y solidaridad. (Previamente, esta función la cumplía un parque, aunque “No todos los parques son un paraíso”, publicaron allá por 1976). Los bares se extendieron, se los incluyó dentro de un proceso de gentrificación: un proceso de transformación urbana que expulsó a las clases populares para recibir a las más altas y renovar el barrio. Dentro de la lógica de producción capitalista habíamos conquistado el downtown, el centro de la ciudad. Los bares eran espacios parcelados y, además, privados, es decir, que no nos pertenecían plenamente; y sin embargo, se palpaba un efecto positivo: su uso nos proveía de felicidad y libertad en la noche.

 

La noche, que ya no era clandestina, nos consiguió igualar. Frente a la negación de la alegría, y frente a la visión pacata del baile como un acto contrarrevolucionario, bailar en estos bares se convierte en una actividad políticamente cargada. Su manual de instrucciones lo hemos hecho propio: pagar la entrada, comprar una copa, bailar, hablar, ligar. Actividades que se reflejan en un manual de urbanidad y que, sin embargo, en este contexto diverso, son actos de desobediencia. No importa cuántas metáforas bélicas usemos, hace años que luchamos para que sean espacios seguros. Sabemos que el primer orgullo fue una revuelta. Primero se luchó contra la violencia policial, después se aceptó que nuestra habitación propia fuese un bar. Nos habíamos atrincherado en los bares, esperando que algún día la ciudad también sea nuestra. Lo que no nos esperábamos es encontrar en nuestra fortaleza la muerte.