Reconozco que este número temático de terrae me ha llevado a reflexionar sobre el pecado como no lo hacía desde que, teniendo nueve años, la catequista nos informó de que teníamos que confesarnos antes de recibir la Primera Comunión. Para agilizar la visita grupal al confesionario, y temiendo que el tormento de espíritu no fuese suficiente recordatorio de nuestros pecados, la catequista nos pidió que apuntáramos tres en una lista. Confieso que acabé por inventarme dos.
Quisiera desde aquí darle las gracias a mi hermano porque al menos pude decir, con el corazón en la mano y mirando al cura a los ojos, que a veces peleábamos. Luego, de forma vaga y atropellada, como se cuentan todas las mentiras, me acusé de dos faltas menores. Supongo que recurrí a lo clásico (que una vez me había quedado con las cien pesetas del carrito de la compra o que desobedecía a mis padres) y confié en que Dios apreciase la paradoja a la que me había conducido ser una mártir de la obediencia.
No pretendo, con esta anécdota, reivindicar el ser puro que yo era: la creencia en mi propia inocencia no se debía tanto a que las conductas maliciosas me resultaran ajenas como a que desconocía que comerse todas las gominolas en una tarde recibía la calificación de gula o que ir arrastrando el abrigo me convertía en una perezosa impenitente. Por suerte, este atolondramiento infantil tocó a su fin cuando la Palabra se hizo carne en la figura de la catequista, que, cual legislador ordinario, nos avisó de que la ignorancia de la norma no eximía de su cumplimiento.
No me atrevo a posicionarme en el debate sobre si se es pecador desde el momento en que se adquiere la conciencia de serlo (es decir, desde el momento en que se entiende qué diablos significa lujuria, o soberbia) o si uno puede ser un pecador genuino aun sin ser consciente. Pero sí tengo claro que nacemos con la ira, con la pereza, con el deseo cosidos a nuestro cuerpo. Mucho antes de que nadie nos hable del cielo o del infierno, del paraíso o del purgatorio, las sustancias químicas que regulan nuestras emociones y deseos están actuando para hacernos sucumbir a la pereza o estallar de furia.
Decía Aristóteles que la naturaleza de los seres vivos estaba determinada por el tipo de alma o psique que poseían. Debido a que las plantas poseían únicamente una psique vegetativa, estaban condenadas a una vida dedicada a la nutrición y a la reproducción. Los animales, por su parte, eran algo más afortunados. Su alma, la psique sensitiva, les convertía en seres capaces de nutrirse y reproducirse, por supuesto, pero también de sentir. Los mismos hombres somos solo una subespecie dentro de la categoría de los animales, pero poseemos una psique aún más desarrollada que nos configura como seres racionales y sociales.
Las conductas constitutivas de los pecados de la ira, la gula, la lujuria y la pereza son instintos de nuestra parte más salvaje. Nacen con nosotros, aunque tarden en expresarse o nuestro vocabulario infantil no pueda ponerles nombre. Por mucho que nuestra parte racional luche por ahogarlos, estos instintos son como el iceberg que sale a flote. Por el contrario, la soberbia, la envidia y la avaricia son pecados «contingentes»: su origen es la vida en comunidad. Por naturaleza, como decía Aristóteles, o por casualidad, las personas optamos por asociarnos, por convivir.
Si decidiéramos exiliarnos en una isla desierta, probablemente podríamos vivir toda la vida sin conocer estas emociones. Nos sentiríamos solos, sí, pero también únicos. Sin embargo vivimos aquí, rodeados de personas en cuyos iris marrones vemos nuestros iris marrones, el deseo o la furia del animal que nos habita brillando en sus pupilas, nuestras ojeras también bajo sus ojos. Contenedores de pasiones, figuras indistinguibles, instancias de una misma categoría.
Creo que el impulso que lleva a las personas a acumular riquezas es el mismo que llevó a Prometeo a arrebatarle el fuego a los dioses: el afán de elevarse por encima de la propia especie.
Yo, de pequeña, era tan cándida que creía que todos éramos iguales. Pero en algún momento de mi vida, allá por mi décimo cumpleaños, me di cuenta de que había una amiga que siempre regalaba libros que parecían usados. Puede que a ti te pasase en otro momento, cuando el portero no permitió que tu amigo entrase a la discoteca porque su indumentaria no era la adecuada. O puede que tú seas ese amigo. Pero yo creo que todos tenemos en la vida ese momento revelador en el que nos damos cuenta de que tu categoría viene determinada por los lugares a los que te permiten la entrada, y que esto a su vez depende de la marca de tus zapatos, del coche que conduces, del bronceado que traes tras pasar esquiando la Semana Blanca. Sobre todo ahora que ya no existen las vacaciones de Semana Blanca.
Son pocas las puertas que tienen porteros de carne y hueso, lo que significa que, en la mayoría de los casos, no existe una imposibilidad física de traspasar ciertos umbrales. Sería tan fácil como adelantar un pie, adelantar el otro, estar dentro. Siempre a riesgo, sin embargo, de sentirte o de que te reconozcan como un impostor. Me recuerdo a mí misma con trece años, clavada en la puerta del hotel Ritz de la Place Vendôme de París, mientras mi hermano insistía para que echásemos una ojeada al vestíbulo. La realidad es tan perversa que acaba por introducir al portero más inflexible dentro de tu propia cabeza. A base de experiencia, de momentos reveladores, tu portero interior acaba por asumir que hay lugares (no solo físicos) en los que estarías fuera de lugar, porque no has estado nunca en Tailandia, porque no estudiaste el MBA más caro, porque todo eso te viene grande.
Se cree que, cuando morían, los faraones egipcios se enterraban con todas sus posesiones e incluso con algunos de sus sirvientes vivos. Sagaz manera de advertir a Anubis de que aquel no era el cadáver de un cualquiera, sino el de un faraón; su rango inmortalizado para siempre. Hubo un tiempo en que creímos que Dios castigaría también a los faraones o a los reyes avariciosos. Pero, ahora que dan a Dios por muerto y que el Juicio Final se celebra cada día en las calles, cualquiera se atreve a encararlo a cuerpo, parapetados solo tras nuestros ojos marrones, exponiéndonos a que el fallo sea que somos uno más, esto es, que no somos nadie.