Siete: Soberbia

Siete: Soberbia

Como cada vez que se dispone a embarcar hacia las aguas plomizas del Ártico, el patrón del Isabel emprende su ritual. Desde el muelle, ataviado con su perpetuo pañuelo de cuadros escoceses, se acerca con parsimonia al barco y regala nueve palmadas cariñosas al casco con la mano izquierda, justo bajo las letras blancas que dan nombre a la nave. Después, se sienta en el noray más cercano a proa y mira ceñudo el horizonte a través de la neblina, murmurando una letanía solo por él conocida. Comienza a ascender la escala saltando el primer y el tercer escalón, y nada más pisar cubierta, se dirige sin entretenerse al puente de mando. Allí, como siempre, ultiman los detalles de la partida el capitán y el piloto, que saben que no deben molestar mientras él dispone con cuidado sobre la consola un ajado siete de tréboles y una piedra volcánica de Galápagos amarrada por un trozo de soga ennegrecido. El patrón es hombre versado en matemáticas, astronomía y meteorología. Y sin embargo, desde hace décadas, repite sin excepción una liturgia que juzga elemental para el buen discurrir de la aventura. Ya está todo listo. A partir de ahora, acompañará la suerte.

La superstición es el grado más sofisticado de soberbia. Que el minúsculo ciudadano García tenga la convicción tenaz de que brindar con agua le va a ocasionar una fractura de metatarso en el futuro no solo resulta ridículamente entrañable, sino que tiene una implicación mucho más trascendental. Ser supersticioso significa creer que las insignificancias propias pueden cambiar el implacable discurrir del universo. Y en eso consiste básicamente la soberbia: en resistirnos con tozudez a nuestra condición indiscutible de mota de polvo en el cosmos.

Así que si algo distingue a la soberbia es su carácter existencial. Aceptar la efímera menudencia puede ser para algunos individuos más desconsolador que el final de Titanic. La arrogancia nos protege contra ese vértigo infinito que todos sentimos alguna vez. Cómo voy a desaparecer como si nada. Soy importante. No gané una carrera de millones de espermatozoides para esfumarme en un parpadeo sin que el mundo tenga noticias de mi existencia. Eso les pasará a los demas, mediocres por naturaleza. Yo soy distinto, tengo talento, soy un rara avis. A través de la soberbia, conectamos con nuestras inquietudes más profundas y nos tomamos un reconfortante respiro. No por casualidad, los más grandes y los más anónimos personajes de la historia conocida y desconocida se han dado el lujo de ser altaneros: Oscar Wilde nunca viajaba sin su diario para, según decía, tener siempre a mano algo sensacional que leer, Henry Kissinger descartaba el estallido de una crisis internacional inmediata con el aplastante argumento de que su agenda ya estaba llena. Y a todos nos sacude un pequeño orgasmo cuando, como habíamos avisado, tenemos razón.

Queda claro que hablamos del pecado de los rebeldes, de los que, como Tony Montana, desafían el status quo: querer joderme a mí es querer joder al mejor. Pero como dijo alguien, la soberbia es hinchazón, no grandeza. En su naturaleza está desvanecerse ante nuestros ojos como un espejismo. En Jim Botón y Lucas el Maquinista, uno de los mejores libros infantiles de aventuras jamás escritos, el señor Tur Tur era un personaje unido a una desgracia: era un gigante aparente. Al revés que todos nosotros, cuanto más lejos estaba, más grande parecía. Esto implicaba que el caminante que le veía desde la distancia, se asustaba de su enorme tamaño, pero según se iba acercando a él, la figura disminuía hasta confirmarse que se trataba de una persona de dimensiones normales. Pero esto nunca ocurría, porque nadie se atrevía a aproximarse a un monstruo tan aterrador. Como consecuencia, el señor Tur Tur estaba siempre solo. La soberbia cumple una función parecida: es ese espejo cóncavo que devuelve al vanidoso que se mira en él una figura más grande y, conforme a los principios fundamentales de la óptica, más cercana a él. La cara es que el presuntuoso se siente en mayor sintonía consigo mismo, mitigando la disfunción entre realidad e imagen. A veces, incluso, esta percepción deformada de su ser y del mundo a su alrededor le dota de una seguridad que sí puede llegar a cambiar de forma tangible lo que sucede en su vida, como un alce de enormes cuernos intimida a su enemigo sin necesidad de pelear con él. La cruz es que, como le sucedía al pobre señor Tur Tur, se aleja de sus semejantes con cada concesión a este juego de luz y apariencia.

Al igual que el espectador que se deja fascinar por un truco de magia, el que se presta a la ceremonia de ilusionismo del orgullo tiene premio. Somos capaces de grandes hazañas con tal de no ser como los demás. Creerse superior obliga a no relajar la exigencia con uno mismo. La altivez fuerza a su practicante a situarse por encima de las mezquindades plebeyas, e imprime a fuego valores como la dignidad o la cortesía. Nietzsche entendió bien que practicar la soberbia era ponerse el listón alto, tal vez por eso la catalogó como una virtud asociada a ejemplos de valentía, superación y honestidad. Un buen soberbio jamás se hará trampas al solitario. Además, puede ser motor de cambio y de aprendizaje continuo, aunque solo sea por el afán ególatra de ser cada día un poco mejor que los patanes que nos rodean. Mucho ojo, también puede llevar al extremo opuesto, un apalancamiento derivado de la certeza de ser perfectos. Hasta en ese sentido es la soberbia un pecado atractivo: deja absoluta libertad al que lo profesa para interpretarlo como crea oportuno.

Hasta aquí hemos llegado a varias conclusiones: todos la practicamos en mayor o menor medida, es un modo de rebelarnos contra nuestra incuestionable pequeñez, y nos puede obligar a comportarnos con una nobleza sin tacha. Y sin embargo pocos vicios humanos tienen peor prensa que la soberbia. Se es indulgente con todos, salvo con este. No en vano se ha dotado de una marcada arrogancia a casi todos los grandes villanos de ficción: nadie se imagina un Joker perezoso, un Darth Vader obsesionado con el sexo o un Jack Torrance engullendo donuts de forma compulsiva. De hecho, si tuvieran cualquiera de estas debilidades parecerían menos terribles. Incluso el villano de ficción por excelencia, Lucifer, cayó por soberbia.

En muchos casos, en otra vuelta de tuerca, el protagonista sucumbe a otros pecados como la ira, mientras el malvado antagonista permanece calmado. lo que sirve para provocar un vínculo emocional del espectador con el primero y una distancia sideral con el segundo, que parecerá frío y psicopático. Tanto es así, que algunos personajes como el Profesor Moriarty de Conan Doyle fueron tan escasamente perfilados por su autor que bastaba atribuirles el mortal defecto de la arrogancia para convertirlos en el némesis perfecto. Fuera del lado oscuro, siempre que se usa el orgullo es para trazar una distancia considerable con el personaje, para dejar claro que, aunque sea «el bueno», es un tipo desagradable y antisocial. Holmes es un figura, pero vive solo y se droga, debería aprender de Watson, que es el yerno ideal. House, menudo cínico insolente, si me pongo malo que me trate Wilson. A veces, incluso se echa mano de la soberbia para demostrar un cambio notable en el desarrollo de la idiosincrasia de un personaje, como sucede con Edmond Dantès al convertirse en el Conde de Montecristo. La soberbia es la oveja negra de los pecados, tan humano como deshumanizado. Y sin embargo, hay algo de seductor en la arrogancia distinguida de los siniestros elegantes.

Podría entretenerme más en los matices de la soberbia, que son muchos. Como muestra, el puñado de sinónimos que adornan estas líneas; en el bando opuesto, en lastimosa soledad, quedan la humildad y la modestia. Pero no concibo otra manera de finalizar un discurso sobre la soberbia que hablando de mí mismo, cosa que he sido capaz de evitar hasta ahora. He de admitir que si antes hablábamos de hinchazón, mi ego está más inflado que el trasero de Kim Kardashian. Y voy a hacer una confesión. En un primer momento, este artículo lo iba a escribir otra persona. Me vi obligado a cambiar las cosas. Después de todo, ¿quién iba a hacerlo mejor que yo?