Recuerdo como si fuera ayer un viaje a Florencia con mi familia. Yo tendría unos diez años y siempre llevaba conmigo un bloc de dibujo. Mi ánimo por copiar aquello que veía me tuvo un buen rato sentada en cada museo que visitamos. Así, de la forma más inocente posible, me di cuenta de lo mucho que disfrutaba mirando en silencio el arte. Ya con el tiempo, he dejado mis carboncillos Faber Castell en su estuche e intento sacarle su sentido aquello que veo, aunque cada vez que me topo con el arte contemporáneo y voy acompañada…no tengo tiempo suficiente que dedicarle; comienzo a sentir miradas de reojo y carraspeos para que termine pronto; y seguidamente aquella frase del ‘eso también lo hago yo’ o ‘es que esto no es arte’.
¿Os habéis fijado? vivimos en un mundo artístico dividido en dos; el de masas, colas de museos, lápices y postales, fotos sin flash, síndrome de ‘Stendhal’ vacacional en el Vaticano; y un arte ‘de culto’ de galerías y espacios menudos, íntimos, en silencio en los que la mente y las sensaciones juegan. Buscando un paralelismo, es la diferencia entre leer los titulares de las noticias en Twitter o sentarse al caer la noche con el periódico entre las manos. Lo trending topic frente a la reflexión.
Puede que estemos asistiendo a un momento único, otro de los que la historia nos brinda, y le estamos dando la espalda, tropezando de nuevo con la misma piedra que ha encontrado el Arte a lo largo de su vida. La incomprensión.
¿Un urinario blanco? ¿Un tiburón disecado? ¿Un cuadro azul? ¿Unas manchas de color? pero… ¿en qué lugar del camino hemos perdido el gusto por la genialidad del Renacimiento u otras épocas pasadas? Algo tuvo que ocurrir.
Teniendo un aparato que capta momentos a la perfección en el instante deseado, la maestra perfección del arte se quedó obsoleta
Este arte aparentemente desordenado e incomprensible, no es más que la rápida evolución desde un punto marcado con mayúsculas en la Historia: la invención de la cámara fotográfica. Teniendo un aparato que capta momentos a la perfección en el instante deseado, la maestra perfección del arte se quedó obsoleta, era necesario cambiar de meta, lejos de lo que por aquel entonces una foto podía transmitir. De esta forma nació el impresionismo, un estallido de colores para la vista, un haz de flores, de movimiento y de calidez incomparable a la nostalgia negra y melancolía blanca de una fotografía.
En un salto llegaríamos al final del s. XIX y aquí, el término indie comenzó a utilizarse en aquel París de las Luces, y no para llamar así a los artistas con frondosa barba, y boina existencialista que vestían las orillas del Sena, sino para englobar en una sala aquellas obras cuyo estilo era indeterminado y no mainstream: ‘Salón des Independents’. Quien lo diría, Matisse, Monet o Kandinsky fueron los más indies de la Historia.
Quedaba dar un paso hacia adelante. Habíamos sido capaces de esculpir miradas cómplices en mármol, de pintar un reflejo cualquiera en el agua y habíamos coloreado la vida. Habíamos podido igualar la realidad, y con ella la perfección de sus formas, y por ello el siguiente reto del Arte era uno mucho más complicado de comprender: adentrarnos en el mundo de las ideas y traducirlas en óleo o metal; y es en este preciso momento en donde estamos nosotros como público: ante el Arte Contemporáneo.
El arte es una sensación, es el espacio entre la obra y tu mente, más allá de lo bonito o lo feo. Viéndolo así, quizás podamos acercarnos más al porqué de un reloj derretido en el desierto, aquel de Dalí, puede que sintiendo más enderecemos los trazos de una noche del atormentado Van Gogh, y a partir de ahí nos animemos por adentrarnos en una de esas galerías blancas con espacios de silencio. Fotografiad con los ojos y no con la cámara, me ha dicho La Gioconda que necesita descansar.