Cuando el abuelo reunía a su familia con motivo de un evento o conmemoración, allá por los años medios del pasado siglo, se producía una verdadera revolución en todos nosotros, deseosos de participar del saber que la experiencia le proporcionaba. Todo lo aprehendido por aquel hombre singular, de voluminosos años, de porte altivo, de seriedad estudiada y de antipatía moderada, se reunía para volcar ante los suyos, con el correspondiente orgullo personal, todo lo que su dilatada vida le había deparado. Como es menester, mezclaba cierto componente teatral y novelesco que hacía más interesante el recorrido por el relato. Su pose, planificada con la estructura típica de la época, hacía atractiva su presencia ante sus expectantes descendientes.
Aquellos años eran tiempos de escasez, tanto en el terreno económico como en los de la comunicación e información, y solo los escogidos por un poder adquisitivo destacado podían permitirse una vida poco común (viajes, celebraciones, ocio), mientras que los menos afortunados debíamos someternos a la disciplina de bajo rango, tanto por edad como por la incontestable sumisión familiar. No había medios para salirse del guión impuesto por el régimen reinante en campos como la educación, la vida social o el divertimento. De ahí que nuestra existencia estaba condicionada y constreñida. No había alternativa. Estaba sujeta al monopolio del sistema.
Aquellas reuniones familiares, que agradecíamos y esperábamos, enriquecían nuestro escaso poder cognoscitivo y procuraban para el abuelo una buena dosis de respeto, admiración y cariño, con el consabido acercamiento personal que, hasta ese momento glorioso, quedaba reducido al óbolo semanal con el consiguiente beso de carácter institucional de escaso valor amoroso.
¿Y la abuela? ¿Dónde quedaba ubicado el papel de ese personaje retraído, cauteloso, comprensivo, cariñoso y cercano? En el hogar. Simple y llanamente. Con lo poco y lo mucho que eso significaba. No destacaba, pero estaba. Paño de lágrimas de todas las angustias, desavenencias y temores del resto de la familia. Papel absolutamente necesario, no cubierto ni de lejos por el abuelo.
Yo alucino en clave de sol ante la sabiduría de los pequeñuelos que nos dan sopas con honda con artilugios difíciles de enumerar por alguien tan caduco como yo
Yo, que he vivido en mi infancia este cuadro y que, con un salto mortal, estoy instalado en el siglo de la tecnología electrónica por antonomasia, alucino en clave de sol ante la sabiduría de los pequeñuelos que nos dan sopa con honda con móviles, tabletas, portátiles, internet, televisión y otros artilugios difíciles de enumerar por alguien tan caduco como yo. Lo no tan bueno, es que el papel del abuelo se ha invertido y son los pequeñajos los que demuestran su saber y su «experiencia» a los cada vez más trasnochados pater familias. Por supuesto que, ante tal algarabía de conocimientos, de tecnología, de información amontonada a diestro y siniestro, nuestra capacidad de asimilación se queda pequeña, porque nuestro entendimiento (el de la gente mayor) fue creado para comprender las cosas naturales que nos rodeaban por entonces, no para absorber el bombardeo de artificios, mecanismos y sistemas electrónicos que utiliza hoy la gente joven con la mayor naturalidad.
Consecuentemente, ¿cuál es el papel del abuelo en estos tiempos? Hay dos opciones: Una, la de ir a remolque de los avances modernos, si no queremos quedar relegados a un objeto pasivo que nos distanciaría cada vez más del idioma que utiliza la juventud. Y dos, la de quedar al margen y utilizar nuestro tiempo contando nubes, cazando moscas o pensando en la inmortalidad del cangrejo rayado.
La primera opción es asumible pero trabajosa. Sin embargo, vale para no descolgarse inexorablemente del mundo actual y, por lo menos, lograr un diálogo inteligible con los operarios naturales del progreso electrónico. La segunda queda en manos de los soñadores, los que no quieren otra cosa que poetizar el resto de vida que les queda, sin otro objetivo que apartarse de algo que no es consustancial con ellos.
Yo, inquieto impenitente que transito por este siglo tratando de adaptarme a la corriente imperante, aplaudo a la generación electrónica que, como jugando, ha fabricado un nuevo mundo en el que la virtualidad es vehículo de veracidad posterior y donde no encajan ciertos engaños tradicionales que desvirtuaban la realidad por aquel entonces. Será harto difícil que a un adolescente actual se le pueda inculcar una falacia sin que su acentuado espíritu crítico dé la voz de alarma. Se podría denominar la generación veraz. Son dueños de un método de vida que está desbancando lo tradicionalmente instituido por los poderes feudales y dando al traste con tabúes arraigados desde tiempos inmemoriales. Bien es cierto que, debido a la condición humana, se inventarán otros engaños, pero esto es tema para otra reflexión.
Simplificando: los abuelos de hoy día tenemos que esforzarnos en no perder la posición si
queremos mantener el estatus, mientras que los de antaño con ser abuelos era suficiente. Hemos perdido actualidad en favor de una juventud que arrasa. Es lo natural.