La ira es el único pecado útil.
La ira es única en muchos aspectos: tiene todo un estereotipo de la fantasía clásica (el bárbaro) construído a su alrededor, identifica unívocamente a todo un superhéroe (Hulk), es enarbolada como estandarte y eslogan del arte (cuando rabia contra la máquina)… Y es el único pecado que puede usarse para canalizar el bien.
La ira es considerada generalmente como una explosión repentina de agresividad. Pero esta es una visión simplista; sólo parte de la historia. La ira es una acción y reacción. Es la expresión externa de todas las demás emociones. Amor. Decepción. Frustración. Tristeza. Todas ellas, según la ocasión, llaman a su primo de Zumosol, la ira, para solventar sus problemas. La ira es el Señor Lobo de nuestro corazón.
En la saga de La guerra de las galaxias, los jedi no solo afirman tajantes que «la ira lleva al lado oscuro», sino que lo hacen del mismo plumazo con el que renuncian a todas las emociones. Yoda advierte contra entrenar a Luke por su carácter excesivamente entusiasta. Y de Anakin, incluso, se nos dice explícitamente que no vale debido al amor que siente hacia su madre, al que se culpa de llevarle al reverso tenebroso en un pispás.
No es el único caso en que la ira se nos presenta intrínsecamente ligada al resto de sentimientos. En el juego de Magic, la ira está agrupada dentro de la filosofía roja, junto precisamente al amor, la amistad, la libertad, la fuerza y, no menos importante, la inspiración, el impulso, la acción y la creatividad. Se opone, por su parte, a las filosofías azul (pasividad, neutralidad, raciocinio) y blanca (orden, homogeneidad, imposición, rigidez, obediencia).
Además, algunos primatólogos concretan que la ira es una respuesta necesaria, diseñada para advertir a agresores de que cesen en su actitud amenazante: lo pudimos ver en Del revés, donde Pixar nos presentó a la ira como «aquello que pone mucho cuidado en que las cosas sean justas», y estaremos todos de acuerdo en que luchar contra injusticias es una meta loable y aplaudida por la sociedad.
Entonces, si la ira está tan inextricablemente ligada a las emociones a las que tenemos tanto cariño, y es la guardiana de la justicia, ¿por qué está tan mal vista?
Precisamente por eso. Porque la ira y sus compañeras de viaje son enemigas del reinado del desequilibrio, del status quo amañado y del dejarse hacer desde arriba. Claro que van a pintárnosla como perjudicial, alocada, tachable e impropia de gente civilizada. Ni siquiera es cierta la premisa que mencionábamos antes: está muy mal visto luchar contra injusticias. Organizar actos de protesta siempre lleva la mácula de alteración del orden público. ¡Pero es que es algo intrínseco! ¡Tautológico! El orden público es, precisamente, el que causa esas injusticias, por tanto, no hay forma de arreglar una injusticia sin alterar el orden público. En vernáculo: no se puede hacer una tortilla sin romper huevos.
El problema es que romper huevos, a veces, rompe los huevos. Estos activistas, siempre dando el peñazo. Siempre armando polémica. Así que desde chiquillos se nos conmina a no opinar de los temas verdaderamente relevantes. Política. Religión. Los temas que deberían estar en boca de todos son tabúes en cuanto se juntan más de tres personas. Al que osa mencionarlos se le abuchea por no querer tener la fiesta en paz. Al adolescente con sueños de cambiar el mundo se le exhorta para que se comporte sin armar líos. Se le amenaza que así nadie le dará un trabajo. Aceptar la situación es visto como signo de madurez, de saber estar. Es lo que hay. El conformismo mola. Vuelva a su fila, ciudadano. Que no le tenga que volver a regañar el sistema.
Así, vamos por la vida queriendo ser, como en Magic, inmaculados blancos que no se mojan. A la persona que no teme pronunciarse en temas críticos se le repudia. La lucha contra la injusticia, la ira, debe ejercerse pero como si no se ejerciese. Bajito, sin molestar. Pero cuando suficiente número de alborotadores hayan reblandecido la estaca hasta la carcoma, vendrá uno de los de camisa impoluta y de un soplido tumbará el madero por fin. Entonces todos aplaudirán cómo por fin se ha logrado acabar con la injusticia sin necesidad de todo ese revuelo y problemática que había antes. ¿Veis como lo mejor era el cambio tranquilo? Ignore la evidencia del duro trabajo anterior que ha permitido llegar a este punto.
La represión social de la ira nos lleva a la cobardía. A la bicoca. Al oportunismo. Al solo opinar cuando es seguro no manchar la reputación. Es revelador el epíteto clásico que advierte: «Teme al hombre que no tiene nada que perder». Solo cuando ya ni nos importa nuestra reputación, nos dejamos manchar la ropa cegados por la ira. Ahí es cuando salimos a ganar. ¿No es triste que tengamos que esperar a llegar a ese punto?
Pero llegar al final con atuendo blanco nuclear es señal de que nada nos ha importado nunca lo suficiente. Debemos alabar al que se moja. Al que lucha y planta los pies. Sea el que deja que su ira arda con llamas salvajes, o con cálidas brasas (la ira, por mucho que nos vendan, no sólo es violenta). Pero al que no le importe añadir color a su prístina vida de conformismo, peleando por aquello en lo que cree sin importarle la aceptación de las ajenas masas informes.
Ninguna situación en el mundo es fortuita: o moldeas el mundo o te lo moldean. En palabras de Mafalda: «si no cambias el mundo, el mundo te cambia a ti». No querer combatir las injusticias que sufres supone ser arrastrado por por la corriente en sentido contrario. Nada se arregla por sí solo.
Por tanto valora tu ira: es tu inconformismo, tu síntoma de que estás vivo. Lo resume muy bien El Chojín. «Piden que tus bajos instintos los guardes y los reprimas. Yo digo: ¡deja que salgan! ¡los necesitas!». Así que no temas expresar tu ira, es la que mueve el mundo. Mánchate la camisa. Levántate y ármala gorda.