Siete: Lujuria

Siete: Lujuria

Caminaba con paso firme, contoneando sus caderas al son de músicas trasatlánticas y al ritmo que le imponían los pájaros que revoloteaban en la boca de su estómago. Llevaba todo el día así, estando pero sin estar. Por la mañana, para sofocar su inquietud, no había podido más que recorrer treinta y dos veces y media el barrio de Lavapiés, calle Salitre arriba, calle Ave María abajo, buscando en la mirada feliz de los viandantes una respuesta a su desasosiego. Sin embargo, ni la sonrisa del desconocido en la tienda de la esquina ni la luz de aquel mediodía de invierno que sabía a castañas y a besos de sofá, habían conseguido que el ansia que le recorría el cuerpo electrificando su piel, cesara por un minuto. Sabía qué era lo que le pasaba y a qué se debía su descontrol, pero no se atrevía a pensarlo. Algo le impedía dar el paso que sabía que calmaría el ansia que inundaba sus venas y le hacía querer saltar y correr y cantar en cada minuto de sus días. Era consciente de que un solo mensaje podría sosegarla. Si le escribía, él sabría a qué se debía. Se lo había dicho bien claro: «Llámame el día que no te apetezca dormir sola». Él distaba mucho de ser su media naranja, pero era divertido, atractivo y espléndido en las nocturnidades y alevosías. Y aunque tanto él como ella tenían claro para qué se querían y sobre todo cómo lo querían, el miedo a los juicios, a la culpa y al pecado, le impedían permitirse ejecutar sus deseos a su gusto y discreción.

Postergó la decisión y pasó toda la tarde inquieta, sin saber qué hacer con sus pies. Se pintó las uñas cuatro veces y cuatro veces se las despintó; cocinó hasta cinco menús completos; devoró el libro que había abandonado sobre la mesilla tres meses atrás; cambió la ropa de la cama y bailó como una posesa al son de la música descontrolada que salía de los altavoces. Miró el reloj de la pared y sólo eran las seis y media. Y entonces se dio cuenta, como si de una revelación se tratara, de que no podía seguir así. Que ya estaba bien de esa contención absurda y peligrosa. ¿Por qué no darse el capricho de que un hombre la cubriera con su olor? ¿Por qué no permitir que la noche fuera lo que ella quería que fuera? ¿Por qué hacer caso a esa culpa ancestral que se había anclado en algún punto de su vientre e impedía que las hormonas pudieran jugar a noches de sexo y rosas? Que si ella, una mujer que gustaba de llamarse liberada, no podía disfrutar de lo que su cuerpo le pedía, a gritos y en diferentes formas y sabores, entonces no tenía derecho a volver a utilizar aquel adjetivo en referencia a ella misma. Y desde luego, ella, esa mujer fuerte y arrolladora, no estaba ni de lejos dispuesta a aguantar semejante desdicha. Así que cogió el teléfono y escribió: «Hoy, a las nueve, donde la última vez». No esperó respuesta. Sabía que no la necesitaba.

Sentía que aquel mensaje la había aliviado y esa impaciencia que antes la inundaba se fue tornando poco a poco en una pasión arrolladora. En una sensación en la que ya no sentía que estaba cohibida o escondida. Era ella, en toda su complejidad, pero se sentía llena de una vida y una vitalidad que le permitían moverse por la casa como si el mundo le perteneciera. Se sentía como si ya no importara nunca el porqué o el qué dirán y como si sólo tuviera que rendir cuentas a sus propios labios. Y utilizando estas sensaciones en su beneficio, no tardó en empezar a vestirse. Entre toda la ropa desordenada de su armario, escogió ese sujetador que la hacía tan apetecible y ese vestido ajustado que le sentaba tan bien. Ese vestido que iba gritando por las calles al son de su taconeo: «Tendré caderas, amigo, pero no sabes lo bien que sé usarlas». Sonaba la furia incontrolable de Janis Joplin en los altavoces y sintió que no había nada que pudiera pararla. Bailó siguiendo el ritmo desacompasado de su vientre y se sentía arrebatadoramente sexy. No era que la vida pareciera de color de rosa, es que sentía que siempre lo había sido. Así que, tras pintar sus ojos de color azabache, se encaminó hacia él.

Llegó con un cuarto de hora de antelación, pero él ya estaba allí. Apoyado en la barra metálica del bar, le daba un sorbo a la cerveza que tenía delante. Al verlo, con ese aire de secundario despistado de una película de Cukor, una corriente recorrió su cuerpo de arriba a abajo y por la comisura de la sonrisa se le escapó un suspiro de satisfacción. Entró en el bar, hacia su encuentro, y entonces la vio. Su mirada lo decía todo y, a la vez, no decía nada. Sus ojos marrones jugaron con la anatomía de ella, revisando cada pequeño detalle de su figura. Ella se dejó hacer y abrió cuidadosamente el abrigo para que su cuerpo pudiera hablar deliberadamente y explicarle todo lo que quería. Al acercarse, él rozó su cintura con una suavidad contenida y solo alcanzó a preguntarle «¿una cerveza?». Ella asintió mientras él, exhalando nervios en cada bocanada de aire, la pedía.

La conversación fue fluida, como siempre lo había sido. Las carcajadas de uno y otro se oían en cada rincón del bar. Una tras otra, las cervezas fueron apareciendo (y desapareciendo) delante de ellos y con cada una, el espacio vital que los separaba, acortándose. Ella jugaba a dejar entrever sus intenciones de esa manera sutil que vuelve locos a los hombres y él jugaba a no entender nada, aunque entendía perfectamente todo. No hizo falta más que un pequeño roce descuidado en su pierna al acercarse él a la barra, para que, harta de la distancia prevalente, lo besara sin importarle nada más. Pero no fue un beso dulce, como suelen ser los de los primeros amantes que lo utilizan para testarse, para saborearse. Fue un beso lleno de la pasión y del sexo que la habían acompañado todo el día, calles de Madrid arriba, calles de Madrid abajo. Lleno de la lujuria que desprendían todos y cada uno de los poros de su piel. Fue una declaración de intenciones en toda regla. Fue ganarle la batalla a los prejuicios que inundaban las sábanas de su cuarto. Fue la liberación de un cuerpo que había estado encadenado tras los pecados que otros nombraron por ella. Fue un grito desgarrador en contra de las pequeñas represiones diarias. Fue la primera batalla de una guerra que tenía ganada.

Y lo que vino después… Lo que vino después tuvo que ver con el sexo y las camas desordenadas. Tuvo que ver con dos cuerpos, extasiados, que disfrutaron con la piel del otro. Fueron dos cuerpos que se amaron sin amar y que se quisieron sin querer. Fue una noche que tuvo que ver con caricias en lugares deseados, con embestidas tranquilas, con vueltas en la cama. Fue una noche de lujuria y pasión desenfrenadas en la que dos cuerpos que se atraen, simplemente, se permitieron atraerse.