«Sarajevo is my everything»

«Sarajevo is my everything»

Pazite, snajper!  El grito que avisa de la presencia de francotiradores lleva meses resonando en la destruida capital bosnia. Los habitantes de esta ciudad se están acostumbrando a no cruzar las calles vacías, a caminar bajo los balcones de los edificios en ruinas para ir a comprar el pan. Las fuerzas serbias comandadas por Ratko Mladic rodean Sarajevo en el que será el sitio más largo de una población en la historia moderna, causando víctimas civiles a diario. Sarajevo es una ciudad fantasma.

Estamos en diciembre de 1992. La guerra de los Balcanes mantiene a toda Europa en vilo. La antigua Yugoslavia, con sus seis repúblicas, cinco nacionalidades, cuatro idiomas, tres religiones, dos alfabetos y un solo líder, Tito, ha ido desintegrándose desde la muerte de éste, en 1980. El resurgir de los conflictos políticos y étnicos latentes desde la Segunda Guerra Mundial, los anhelos de independencia de algunos territorios, y el deseo de otros por mantener la esencia de la Gran Yugoslavia con base en Belgrado, han dado lugar a un estado fallido, con unas instituciones muertas que no logran ocultar que el poder se ha trasladado a las entidades militares y paramilitares (los ustasi croatas, los chetnik serbios), y a los gobiernos de las distintas repúblicas. En los meses previos al estallido de la guerra, la escalada de violencia ha convertido el país en una olla a presión insoportable ante la inacción del resto de Europa, que observa entre aterrada y perpleja lo que promete ser una pesadilla. Los serbios, los que mayores esfuerzos han hecho por conservar la estructura unitaria, apoyan sus argumentos sobre la base de una teórica superioridad demográfica. Los abusos sobre las minorías étnicas (serbios en Croacia, croatas en Serbia, bosnios en Serbia y de este modo hasta completar todas las combinaciones imaginables) están a la orden del día.

Un litro de leche de cabra vale unos 200 euros actuales. Una cajetilla de tabaco, más de 400.

En abril de este año, las fuerzas de Belgrado, incluyendo a los serbios que vivían en Bosnia, han declarado el estado de sitio sobre la capital de Bosnia-Herzegovina. Desde entonces, la escasez ha producido una inflación brutal en los precios de alimentos y demás productos básicos. Un litro de leche de cabra vale unos 200 euros actuales. Una cajetilla de tabaco, más de 400. Ante la penosa situación, la ONU negocia con el bloqueo serbio la apertura del aeropuerto de Sarajevo a la ayuda humanitaria internacional, que se produce en junio de 1992. Las pistas de aterrizaje son la única zona franca de la ciudad, y decenas de bosnios tratan cada día de cruzarlas hacia la zona de las montañas, donde solo unos años antes se habían celebrado los Juegos Olímpicos de Invierno en la aún orgullosa Yugoslavia. Allí esperan las milicias bosnias, ocultas en el terreno abrupto que conocen a la perfección, llevando a cabo escaramuzas y emboscadas contra el ejército serbio. Sin embargo, no hay salida posible: en poco más de siete meses 800 bosnios han sido abatidos en su intento por los francotiradores serbios, y miles devueltos a la ciudad por Naciones Unidas.

No obstante, desde el momento en que se abrió el aeropuerto, los bosnios no han permanecido de brazos cruzados. Desde entonces, han estado perforando el subsuelo del aeropuerto desde ambos lados del mismo, con la intención de cruzarse en algún punto intermedio y así construir un túnel subterráneo que rompa el bloqueo. Finalmente, seis meses y cientos de túneles de una sola salida después, se han cruzado dos de las madrigueras. El túnel de la esperanza está listo para funcionar. Un metro sesenta de altura. Apenas ochocientos metros de longitud. Bajo el estricto control del ejército bosnio, proveerá de explosivos, armas, tabaco y alimentos a la población que se encuentra en el interior, y permitirá la salida, muy selectiva, hacia territorio libre. Aunque el uso del túnel es principalmente militar, el tráfico de mercancías mitiga la inflación, y la bajada de los precios permitirá la supervivencia de muchos habitantes de Sarajevo. Incluso, se tenderán conductos de electricidad y carburante que ayudarán a la ciudad sitiada a aliviar la precaria situación. A pesar de conocer su existencia, las fuerzas serbias nunca serán capaces de detener su actividad, y la ONU, no pudiendo manifestarse, adoptará una actitud benevolente a pesar de las protestas de Belgrado.


Agosto de 2013. Veinte años después, la familia Kolar, propietaria de la casa por donde el túnel desembocaba en territorio libre, enseña satisfecha un tramo del túnel a los escasos turistas que por allí se acercan. En dos habitaciones de la casa, se agolpan sin orden ni concierto museístico multitud de objetos, desde caramelos y botes de crema de cacahuete que ofrecían los soldados americanos, hasta pequeños misiles y barriles de dinamita, pasando por fotos con famosos que han visitado la pequeña finca desde el fin de la guerra o cartas oficiales de reconocimiento de altos funcionarios de diversos Estados.

Hoy, Sarajevo no puede ocultar sus cicatrices. Los rostros de sus habitantes reflejan aún el horror reciente. Ya no se oyen los morteros, pero las ráfagas de metralla todavía se esparcen por las fachadas de muchos edificios. Los cementerios, al igual que en el resto del país, presentan unas dimensiones impactantes. Allá donde el visitante pose su mirada, encontrará homenajes y memoriales a las vidas anónimas que se perdieron durante un asedio que se prolongó por tres años más desde la construcción del túnel, y que dejó un saldo de más de 10.000 víctimas civiles y 56.000 heridos.

Sin embargo, es también una ciudad que se levanta valiente empujada por el carácter de sus habitantes. Es una ciudad viva y acogedora. Sorprendente y bella a partes iguales. Con un casco antiguo que merece la pena ver. Que, como capital que es, levanta sus primeros rascacielos igual que a un niño le salen sus primeros dientes. Donde negocios y cafeterías florecen. Tiene un poco de Praga, un poco de Bonn, y también un poco de cualquier país árabe, cuando desde los minaretes se llama a la oración en un país de mayoría musulmana. Una ciudad, en definitiva, que pide a gritos ser descubierta, cuyos lugareños han aprendido con velocidad lo que significa el turismo, y tienen una amabilidad y cercanía que ni siquiera la guerra ha conseguido llevarse.

«[Sarajevo] es una ciudad viva y acogedora. Sorprendente y bella a partes iguales»

Salimos del túnel de la esperanza, y un taxi nos espera en la puerta para llevarnos de vuelta al centro de Sarajevo. Mientras comentamos la experiencia, Abit, el taxista, se arranca con voz potente y un inglés rudimentario y marcado. Muy serio, nos hace un examen de lo que hemos aprendido en nuestra visita. ¿Qué fue lo primero que circuló por el túnel? ¿Cuántos túneles se hicieron antes de encontrar el definitivo? Fallamos en todo, a pesar de que nos promete una recompensa en forma de imán de nevera de su tienda de recuerdos. Entonces, sus grandes manos comienzan muy despacio a moverse. Empieza su historia.

«Yo era camionero. Es una profesión dura, no como el taxi. Cuando estalló la guerra, pensé cómo podía ayudar. Desde que llegaron los serbios la idea del túnel nos rondaba la cabeza, pero fue cuando liberaron el aeropuerto cuando vimos la oportunidad. Empezamos a cavar. Día y noche. Y lo conseguimos. Conseguí un permiso del ejército para cruzarlo. Y desde aquel día, cada noche llevé en mi camión a soldados, explosivos, armas y civiles hacia la zona libre. Me río cuando la gente habla de seguridad en la carretera. Mi seguridad era mi Dios. Y mientras conducía le pedía que nos protegiera, primero a mí, y después a todos aquellos a los que llevaba. Una curva mal dada y todo saltaría por los aires, llevándose a miles de familias por delante».

«Con Tito era otra cosa», prosigue. «Tito nos mantenía a todos unidos, pasarán miles de años hasta que haya un político como él. Ahora hay que pagar por la escuela, por los hospitales, por todo. Incluso por el aire que respiramos. Hoy no hay guerra, pero hay ladrones. Los políticos roban, es todo un lío, no se ponen de acuerdo. La gente habla de la Unión Europea. Yo no quiero Unión Europea. Mi sueldo es de 200 euros, ¿cómo voy a pagar recibos y facturas de 300? Explícamelo tú que eres español», sonríe.

En la escasa media hora que dura el trayecto, este comunista de la antigua escuela nos muestra orgulloso cada rincón de su ciudad, y nos sigue explicando los problemas que hoy afronta su país. También hay tiempo para hablar de fútbol (cómo no) y de nuestro viaje. Nos recomienda ilusionado que sigamos hacia el norte, y no esconde su decepción cuando le explicamos que tenemos que volver a Croacia. Hace tiempo que el taxi ha llegado a nuestro destino, pero antes de despedirnos, nos regala una última frase para justificar su apoyo a uno de los equipos de la ciudad, el FK Sarajevo. «Even in the worst times, I never thought about leaving this town. Sarajevo is my life. Sarajevo is my soul. Sarajevo is my everything».