Cuando pliego el periódico después de hacer un recorrido por sus páginas, se produce dentro de mí una sensación de tristeza y decepción al constatar día a día lo que en alguna otra ocasión ya había percibido: que nuestra sociedad está tomando derroteros peligrosos que la pueden llevar a la degradación sin paliativos. Noticias de abusos sexuales, de robos con violencia, de agresiones sin motivo, de corrupción, de migración desmedida, de destrucción de la propia identidad, de abusos de autoridad, de injusticias incalificables, de ruptura de la convivencia entre estratos sociales, de animadversión por envidias y de tantas y tantas circunstancias que ennegrecen el panorama social de España…
Tratar de trasladar esa tristeza y decepción a una posición menos pesimista está fuera de todo cálculo, puesto que no se encuentran elementos que puedan alimentar el deseo de la gente de bien de reconstruir un estilo de convivencia digno en la que brille el respeto, la solidaridad y las buenas maneras.
De ahí que los que respiramos otros aires menos contaminados nos refugiemos en nuestra coraza y dirijamos nuestra mirada hacia una parte de nuestro entorno aún sin degradar del todo: la Naturaleza. Porque es el último reducto al que recurrir, donde se encuentra la belleza, la poesía, el sosiego espiritual, lo auténtico, lo que alimenta nuestras capacidades intelectuales y donde encontramos armonía y verdad.
El aislamiento tenía connotaciones religiosas para lograr la perfección a base de sacrificios, ayunos y pobreza
Los eremitas de la antigüedad bien que conocían este camino. Por entonces, el objeto del aislamiento de la sociedad en la que vivían tenía connotaciones religiosas para lograr la perfección a base de sacrificios, ayunos y pobreza al límite, normalmente en espacios desérticos de Egipto y Siria y vinculados a organizaciones monásticas.
Actualmente, los anacoretas modernos están apareciendo en cualquier parte del mundo, ante la repulsa que les produce la sociedad materialista. Su diseño no está fundamentado en aspectos religiosos. Sí en la necesidad de huir de la mentira, la barbarie y la inconsistencia humanística que inunda el ámbito social.
Yo, en cierto modo y no de manera concluyente, puedo incluirme dentro de este estilo de vida. Vivo en el campo, en una caravana, a las afueras de un pueblo pequeño y junto a mi esposa que también respira este aire. Si, además, el paisaje que me rodea pertenece a una zona norteña, de piel verde, fresca, arbolada y regada por un río de corrientes fáciles, miel sobre hojuelas.
Afortunadamente, mi gusto por la naturaleza y mi afición a lo rural se suman al ejercicio de alejamiento del mundanal ruido y a la vulgaridad de quien lo practica. No me considero clasista, pero destierro todo lo que supone grosería, mal gusto, falta de educación y desconsideración hacia los demás. Y como el grupo que lo practica gana por mayoría absoluta, no me queda otra que retirarme del escaño de la sociedad a la que desafortunadamente pertenezco y buscar refugio y consuelo en escenarios bucólicos, donde no hay refriegas inoportunas ni descalificaciones planificadas. Únicamente debo estar pendiente del alborozo climático de un día tempestuoso para admirar su grandeza, o de la tranquila quietud de una tarde de otoño para dormitar serenamente a su lado.
Esta es una oferta que está al alcance de todo aquel que presente su carnet de sensible, respetuoso, moderado, paciente y amante de la naturaleza.
No me queda otra que buscar refugio donde no hay refriegas inoportunas ni descalificaciones planificadas
Un ejemplo de ermitaño moderno es el de mi tío Luis. Notario, con un interesante poder adquisitivo, con categoría de persona importante en la sociedad, de carácter agradable y con gran proyección profesional, se hizo construir una pequeña cabaña-refugio en las cumbres de los montes de Alto Campoo, a dos mil metros de altitud, en un lugar llamado Hoyo Sacro, lejos de la curiosidad ajena. Su ilusión estaba puesta en los días que pasaba en solitario escuchando solamente a la Naturaleza. Rara vez tenía compañía, a no ser personas muy afines a él y que disfrutaran de su misma pasión.
¿Qué razón le impulsó a apartarse de su estupendo mundo? Que ese mundo le defraudó. Su horizonte profesional se hizo metálico y perdió consistencia humanística. Y allí se transformaba en hombre eminentemente rural, primitivo y elemental. Esto ocurría allá por los años 80 del pasado siglo.
¡Cuán necesario ha de ser alcanzar en estos tiempos una posición similar, rodeados, como estamos, de arquitecturas ficticias! ¡De posturas artificiales y engañosas, cada vez más arraigadas, cuyo objetivo es el propio beneficio!
Siento no poder ser optimista. Mi mundo se resquebraja. Mi esperanza se diluye. Yo no estoy ya en condiciones de aportar esfuerzos. Solamente lloro por un futuro imperfecto de consecuencias desconocidas.
Mientras, el piar de los pájaros, el susurro del agua del río y el vaivén de las hojas de los árboles llenan mi espacio vital, apartando de mí realidades que se me antojan lejanas…