Las normas nos dan confort. El ser humano puede tener un espíritu libre, pero aprecia la adictiva tranquilidad de un marco vallado. La incertidumbre nos produce miedo y desasosiego.
Dice el diseñador Mark Rosewater que “las restricciones son la madre de la creatividad”. Ante una hoja en blanco, parece que las ideas huyen. Pero todas regresan corriendo ante una limitación. Un muro es un desafío que somos incapaces de ignorar; y si se encuentra en un camino que no teníamos pensado tomar, de repente se vuelve increíblemente atractivo. Ahora es el camino que queremos recorrer, sólo por rebelión. Por demostrarnos, a nosotros y al mundo, que nadie puede ponernos freno. Y como nos contó Guillermo Souto en invierno, somos muy buenos en circunventar obstáculos.
Pero si se nos da libertad total, no sabemos ni por dónde empezar. Cuando todas las opciones son válidas, parece que ninguna lo es suficiente. Hace falta que alguien pinte una diana para que nos motivemos a apuntar el cañón a alguna parte. Lego podría vender simplemente enormes paquetes con piezas de mil formas y colores (y así hacía en sus inicios), pero pronto se dio cuenta que si las vendía en forma de nave espacial, aunque luego pudieran ser desensambladas, prendía esa chispa creativa en sus usuarios.
Un idioma es como una enorme caja de Lego, compuesta por millones de pequeñas piezas preconstruidas llamadas palabras. Cada día se editan miles de guías de estilo y diccionarios y gramáticas, que serían nuestros dibujos en el frontal de la caja. Pero a veces, precisamente por ese miedo a la anarquía del “todo vale”, se nos olvida que la lengua pertenece a los hablantes y no a los académicos.
A veces […] se nos olvida que la lengua pertenece a los hablantes y no a los académicos
Necesitamos que alguien nos diga cómo hablar, y nos inquietamos cuando esas reglas parecen demasiado laxas. Tenemos miedo a tener que decidir. Periódicamente, una nueva indignación recorre las redes sociales cuando alguien vuelve a comprobar que la Real Academia Española “aún” admite almóndiga o cocreta. “¡Qué escándalo!”, proclaman algunos. “¡Qué será lo siguiente!”, se preguntan otros. “¿Es que nadie piensa en los niños?”, se desmayan los más mojigatos.
No sé qué será lo siguiente, pero sí sabemos qué fue lo anterior. “Cocreta” puede sonar divertido, pero no más de lo que fue “cocodrilo” inicialmente. En todas las lenguas de nuestro entorno, este animal recibe el nombre de “crocodilo” o “crocodile”. Pero en castellano la “r” bailó de sílaba en algún momento, quizá por desliz, quizá por ser más fácil de pronunciar. Hoy en día, sería “crocodilo” la palabra que levantaría ampollas entre los más conservadores.
Este fenómeno de sonidos que se trasladan entre sílabas recibe el nombre de metátesis y es muy frecuente, especialmente en castellano. Mi ejemplo favorito es el de “murciélago”. Esta palabra viene del latín mus caeculus, “ratón ciego”, como aún se ve por ejemplo en el gallego “morcego”, y era en origen “murciégalo”. Las consonantes finales acabaron por intercambiarse, en un proceso que hubiese creado sin duda miles de tuits de indignación en la Edad Media, y hoy en día decimos “murciélago” con total naturalidad.
La metátesis es apenas uno de los muchos fenómenos de evolución de una lengua que se dan de forma completamente natural. La lingüística es una ciencia descriptiva, que se limita a recoger el uso y evolución del lenguaje sin juicio alguno. No tiene más poder o concepto de lo “correcto” o “incorrecto” que la zoología lo tiene sobre la anatomía de los insectos. El filólogo Javier López Facal lo decía de esta forma: «Si alguien va por el campo, ve una hierba, consulta un libro de botánica y no viene, no se le ocurre decir que esa hierba no existe, sino que esa hierba no está en su libro de botánica». Por su parte, Steven Pinker decía que esas reglas artificiales «no tienen más que ver con el lenguaje humano que lo que los criterios para evaluar gatos en una exposición de gatos tienen que ver con la biología de los mamíferos». Es hora de que asumamos nuestro papel soberano al frente de la lengua, y dejemos que nuestros gatos se peinen como queramos y no como nos dicten en el certamen.
Tardarán nuestros ojos en ver perroflauta o pagafantas en el diccionario
En el inglés, un idioma que tiene la (quizá) suerte de no tener Real Academia, estos cambios se suceden sin cesar. Las palabras mutan, se crean, se descartan, y ello produce una lengua muy viva que se adapta sin problemas a los tiempos que corren. Es parte de la razón por la cual hoy en día tantos vocablos penetran imparables en nuestro día a día. Reaccionan sin miedo y con creatividad. El castellano tiene el doble lastre de una sociedad que sitúa a la RAE en un pedestal, y una RAE que tarda décadas en aceptar “comer el coco” como expresión. Tardarán nuestros ojos en ver perroflauta o pagafantas en el diccionario. Le hemos dado demasiado poder, y ahora ese poder conlleva una responsabilidad que le sobrepasa.
La Real Academia Española, creada en el siglo XVIII a modelo de la francesa, y ambas motivadas por un afán de hacer cumplir la creencia de que un idioma unido hace un imperio unido en una época de colonias y rebeliones internas, ha servido desde entonces como calmante de ese desasosiego que sufre un hablante que tiene en sus manos el poder de modelar una lengua. Pero no obedece a la realidad. Un idioma es un juego del que todos creamos las reglas en conjunto, un gigantesco Minecraft multijugador. Todo es válido y nada es censurable siempre que encuentre el apoyo del resto de hablantes: la única regla de supervivencia en un campo donde todas las palabras son consideradas en equidad.
Es, quizá, lo más democrático que tiene el ser humano.