“A casi todos nos da miedo lo desconocido. No debería ser así. Lo desconocido
no es más que el comienzo de una aventura. Una oportunidad de crecer”
Robin Sharma
En el intenso azul del Adriático, se cuentan por miles las islas desperdigadas a lo largo de la costa dálmata, la mayoría pertenecientes a Croacia. Un puñado de millas al noroeste de la monumental ciudad de Dubrovnik, emerge una de ellas, de nombre difícil de pronunciar para los forasteros. Korčula es una porción de tierra de 47 kilómetros de largo y apenas 8 de ancho que destaca por la brillante piedra blanca de las fachadas de su capital homónima. Además, este enclave puede presumir de haber sido el primer lugar del mundo en abolir la esclavitud, a través de su estatuto de 1214.
De las aguas transparentes de Korčula siempre han surgido expertos navegantes, reconocidos en todo el mundo por su legendario dominio de los vientos. De hecho, al viajero le sorprenderá el culto que la isla rinde al que probablemente sea el aventurero más conocido de la historia. Durante décadas y hasta hoy, los lugareños vienen sosteniendo que Marco Polo fue paisano suyo. Nada menos. De hecho, en uno de los angostos callejones que desembocan directamente en el mar, tan característicos de la capital, se sigue conservando la vetusta casa donde habría nacido el gran viajero en 1254.
A pesar de la insistencia de los korculanos, es difícil saber con certeza de dónde era originario realmente Marco Polo. De él se sabe poco, más allá de que fue un mercader arraigado en Venecia, que durante 24 años viajó junto a su padre y su tío por lugares hasta entonces desconocidos para Occidente. Recorrió más de 24.000 kilómetros por Asia, y desfilaron ante sus ojos telas, gentes, plantas y alimentos que jamás ningún europeo había visto antes. Sus experiencias quedaron más tarde reflejadas en el libro Il Milione (conocido en España como Los viajes de Marco Polo o El libro de las maravillas).
Precisamente un ejemplar de este libro llevaba Cristóbal Colón en su equipaje doscientos años después, cuando partió con otros noventa valientes hacia lo desconocido. Al genovés se le atribuye tradicionalmente el descubrimiento de América, pero no fue él el primer europeo en poner el pie en este continente, sino el vikingo Leif Eriksson, alrededor del año 1000. Este hombre venido del frío partió con sus naves desde Groenlandia e instaló durante un breve tiempo algunos campamentos en la actual Terranova, antes de retirarlos probablemente por el hostigamiento de los indígenas. El padre de la criatura, Erik el Rojo, ya había trasladado a su tribu desde Islandia a la Tierra Verde, lo que nos da una pista de que tal vez los genes tengan algo que ver en la forja de un carácter aventurero.
Durante la colonización española en América embarcaron algunos de los individuos más canallas que en aquellos tiempos hollaban la Península
Podríamos pasar horas alrededor de una hoguera contando historias de temerarios. De indomables. La historia está llena de personas que lo dejan todo y emprenden una aventura. Los motivos para liarse la manta a la cabeza pueden ser variados. Por ejemplo, durante la colonización española en América embarcaron algunos de los individuos más canallas que en aquellos tiempos hollaban la Península. Ladrones, asesinos y gente sin fortuna que, sin nada que perder, se lanzaban a una travesía penosa y con mínimas posibilidades de éxito en pos de una tierra prometida plena de riquezas y placeres. Un caso semejante, bastante conocido, es el de Australia y los convictos británicos.
En otros casos, más recientes, la aventura nace de la competencia entre estados. Así, un pique entre Estados Unidos y la Unión Soviética acabó, teorías alternativas aparte, con dos hombres y medio en la Luna. El medio, en este caso, fue el casi anónimo Michael Collins, que estuvo entrenándose durante media vida y viajó casi cuatrocientos mil kilómetros hasta nuestro satélite para acabar custodiando el Apolo XI mientras sus amigos Armstrong y Aldrin se daban un agradable paseo por la superficie lunar. Resulta inevitable preguntarse si no podrían haberse turnado un poco y hacer feliz al desafortunado tripulante.
Porque otro rasgo característico de los indomables es la solidaridad que entre ellos se crea. Se podría hablar de un vínculo entre aventureros que trasciende fronteras e ideologías. Así, a comienzos de 1911, el noruego Roald Amundsen y el británico Walter Scott se disponían a jugarse su pellejo y el prestigio de sus respectivos países en la carrera por conquistar por primera vez el Polo Sur. A pesar de la tensa rivalidad, ambos se respetaban y admiraban hasta tal punto que el noruego, cuando llegó a la meta en primer lugar, dejó allí dos cartas: una dirigida al rey Haakon VII de Noruega, y la otra al propio Walter Scott. En ella, Amundsen, consciente de que Scott llegaría poco después que él, le pedía que en caso de sufrir la tropa noruega algún percance en su vuelta, entregara él mismo la misiva real, deseándole un feliz regreso. Junto a la carta, dispuso para su rival equipamiento y víveres.
Treinta y cuatro días después que los nórdicos, el 17 de enero de 1912, tras una travesía llena de penalidades, la diezmada expedición británica llegó a la meta. Al ver la bandera noruega, Scott y sus hombres se derrumbaron, hundidos por el dolor físico y moral. Sin embargo, al límite de sus fuerzas, y como buen caballero inglés, Scott tomó la carta y se propuso llevarla a su destino, casi como una cuestión personal. Nunca pudo hacerlo, ya que las penosas condiciones en las que se encontraba la expedición y el terrible clima que los castigó aquellos días, terminaron por consumir sus vidas en los helados parajes antárticos. Hoy, la estación científica más cercana al Polo Sur geográfico recibe el nombre de Base Amundsen-Scott en honor a su legado.
Los indomables no piensan en las consecuencias. A principios de los noventa, un joven americano llamado Christopher McCandless, recién graduado, donó todos sus ahorros y decidió introducirse en la Alaska salvaje sin más equipo que un rifle semiautomático, una bolsa de arroz, un par de libros sobre flora y fauna locales y unas botas de caucho. No dejó sitio en su mochila para mapas, alimentos, o cualquier medio para comunicarse con la sociedad. Su historia fue recogida por Jon Krakauer en su libro Into the Wild (en España, Hacia rutas salvajes), y llevada al cine por Sean Penn con el mismo título, contando con la fantástica banda sonora de Eddie Vedder.
Los guardabosques del Alaskan Park se quejan de estar expuestos al ‘Fenómeno McCandless’
Muchos habitantes de la zona consideran que lo que hizo el joven fue desconsiderado y estúpido, poniendo en riesgo su propia vida y la de los demás. Es probable que tengan razón. Pero al mismo tiempo, el mito de McCandless ejerce una atracción magnética para miles de personas. Into the Wild se convirtió en un himno a la libertad. Prueba de esta fascinación es que aún hoy los guardabosques del Alaskan Park se quejan de estar expuestos al ‘Fenómeno McCandless’. De forma a veces osada, algunos jóvenes llegan a la zona para desafiarse a sí mismos en un paisaje agreste y en unas condiciones duras, siendo en ocasiones muy complicado efectuar las labores de rescate.
Las personas afectadas por esta variante tan extrema del ‘síndrome del aventurero’ se cuentan con los dedos de una mano. Por suerte, ya que de lo contrario la convivencia social devendría en un caos. Es cierto que en la realidad actual, no resulta sencillo dejarse invadir por la incertidumbre. El hombre medio se conforma con tomarse unas vacaciones periódicamente y hacer algún viaje esporádico, normalmente encorsetado en la confortable armadura del turista. De este modo, sacia sus ansias de conocer mundo, y adquiere la sensación de estar evolucionando sin que ello implique comprometer la estabilidad que tanto anhela o que tanto le ha costado conseguir. Nuestro hombre en ningún momento pierde el control de la situación, ya que no habría nada más estremecedor que perder el control para quien da por seguro que pasados unos días volverá al status quo del que disfrutaba antes de subirse al avión.
Y sin embargo, esta actitud tan razonable contrasta con nuestro instinto. El espíritu aventurero está dentro de nosotros desde que nacemos. Cuando apenas levantamos dos palmos del suelo, aterrorizamos a nuestras madres trepando a árboles infinitos, o caminando por muros que nos doblan la altura. Y nunca tenemos miedo a caer hasta que oímos una voz que desde abajo nos advierte del terrible peligro que corremos. Solo entonces flaqueamos. Más adelante, vencemos con valentía el inexplicable vértigo que provoca recorrer la distancia que nos separa de un primer beso. Construimos atracciones cada vez más altas y rápidas para dejar que la adrenalina invada de golpe cada rincón de nuestro cuerpo. De pequeños soñamos con ser astronautas, nunca notarios. Tenemos algo en nuestro interior que nos empuja a tirarnos en paracaídas aunque estemos viendo a los pájaros desde arriba, o a levantar un negocio sin más base que una idea en la que creemos, aun careciendo de toda garantía de éxito. La curiosidad es mayor que el miedo. Cuando el corazón empieza a latir fuerte, ahoga esa vocecilla responsable que nos alerta de los riesgos. El deseo de experimentar aplasta el temor a fracasar. Somos inquietos, nos gustan las emociones. En el fondo, todos somos indomables. Lo que pasa es que aún no lo sabemos.