Birdman catódico (o la inesperada virtud del cine)

Birdman catódico (o la inesperada virtud del cine)

Veo poco cine. Lo confieso, no suelo encontrar tiempo para ello, y siempre he tenido la sensación de que dos horas en la butaca o en el sofá de casa no me aportan tanto como cualquier actividad en la que yo sea parte activa. A menudo provoco que mis amigos se echen las manos a la cabeza cuando descubren que no he visto tótems del celuloide como Star Wars, Casablanca, Cinema Paradiso, Jurassic Park o Braveheart. Pocas cosas me dan más miedo en la vida que caer en el quesito rosa cuando estoy jugando al Trivial.

Es una laguna que estoy empezando a corregir, y últimamente he añadido a mi—cada vez menos—exigua lista de filmes algunos títulos: Alguien voló sobre el nido del cuco, Matrix, Doce hombres sin piedad, Memento… Sigo sin tener ni idea de encuadres, escenas, fotografía o montaje, pero en mi calidad de novato, disfruto de una posición privilegiada para pasar un buen rato, porque aún no ha germinado en mí ese espíritu crítico que nos agudiza la percepción de las grietas del guión, o el juicio severo ante las interpretaciones anodinas. De la mano de Henry Fonda, Marlene Dietrich, Martin Scorsese o Roberto Benigni, estoy descubriendo que me gusta el cine.

De cualquier manera, como digo, no soy ningún especialista. Más bien me veo como un bebé en sus primeros pasos. Ellos, gracias a la altura que por primera vez les confieren sus piernas temblorosas, descubren un mundo jamás explorado hasta entonces. La revelación les suscita una emoción tan incontenible que empiezan a caminar a una velocidad mayor que la que su destreza les permite asumir, y como consecuencia lógica, son derribados una y otra vez por zancadillas invisibles. A mí me sucede algo parecido. Por primera vez, puedo divisar el amplísimo universo del cine ahí, esperándome, pero como el trillado tópico socrático, eso solo me sirve para darme cuenta de todo lo que me estoy perdiendo. De golpe, me encuentro buceando en una ignorancia cuya existencia no había podido concebir.

A menudo provoco que mis amigos se echen las manos a la cabeza cuando descubren que no he visto tótems del celuloide como Star Wars, Casablanca…

Por eso no me veo en condiciones de juzgar el revuelo que ha levantado el contundente triunfo de Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) en los Oscar el pasado mes de febrero. La película del mexicano Alejandro González Iñárritu se ha alzado con cuatro estatuillas, incluyendo Mejor Película y Mejor Director. La crítica se debate entre quienes sostienen que se trata de una obra maestra por su originalidad y su propuesta valiente, y los que le reprochan que es una película hecha por y para el universo Hollywood, asegurando que no llega al nivel de otras películas candidatas como Boyhood o Whiplash. Ya he dejado claro que no voy a sumarme al ejército de opinadores profesionales, y sin embargo, hace unas semanas me pasó algo viendo Birdman.

No es mi propósito realizar una crítica de la película, pero para quienes no la hayan visto, es necesario saber que este filme destaca por una peculiaridad técnica muy singular, y es que está rodado casi en su totalidad en un mismo plano secuencial. Para los profanos como yo: esto se traduce en la ausencia de cortes en la cinta, de modo que las escenas están unidas por un tracto de continuidad. La cámara no se apaga, sino que sigue alternativamente a Michael Keaton, a Edward Norton o a Emma Stone a través de los diversos escenarios, que se circunscriben a los estrechos pasillos de un teatro mugriento de Broadway con sus camerinos abarrotados de trastos, y a alguna excursión esporádica a los alrededores del mismo. A veces, este método de rodaje puede resultar un poco mareante para el espectador, pero como recompensa, le ofrece la garantía de que lo que ve es lo que hay; los diálogos son genuinos y sin cortes, y el trabajo de postproducción no se dedica a pegar distintas partes de un discurso para cambiar su sentido original. Con matices—ya que a veces el plano queda fijo sobre un objeto para ilustrar el paso del tiempo y la ausencia de cortes no es total—podría asumirse que el desarrollo de la historia se da en tiempo real. No hay trampa.

Mientras veía Birdman, en una sala prácticamente vacía y con mi acompañante ausente, los ojos fijos en la pantalla y la atención embargada por las vicisitudes de la trama, comencé a divagar en silencio. Me planteé cuántos contenidos de televisión actuales, excluido el directo, utilizan una técnica semejante a la de Birdman. Al desnudo, sin cortes ni montaje. Y con un repaso rápido, llegué a la conclusión de que son muy pocos.

Mientras veía Birdman, en una sala prácticamente vacía, comencé a divagar en silencio

Hace un tiempo, en un conocido programa de cocina de emisión semanal, un concursante se retiró de forma abrupta, sin dar demasiadas explicaciones, en lo que fue la culminación de un comportamiento crecientemente extraño por su parte, trufado de pataletas, enfrentamientos con el jurado y con sus compañeros y salidas de tono constantes. El concursante, que de por sí ya parecía tener una personalidad algo inestable, hacía alusión continua a lo que ocurría tras las cámaras, afirmando que no podía precisar más debido al contrato de confidencialidad que le vinculaba con la cadena. Mientras los jueces y el resto de concursantes observaban burlones las excentricidades del aspirante, este parecía, a ojos del espectador, estar boxeando contra sombras que sólo existían en su mente. A mi juicio, se trataba de un hombre impertinente, irrespetuoso y cargante, pero no de un paranoico.

El plato que Arguiñano acaba de sacar del horno, lleva hecho desde antes de que nacieras. Para que ese viajero inglés paliducho y desenfadado pueda comer escarabajos caramelizados en Sri Lanka sin tener arcadas, han hecho falta varias tomas, y aún más escarabajos. La entrevista tras la que crees conocer a ese personaje tan elocuente, tiene más retales que el collage de un niño de primaria. En la tele no hay estornudos, no llueve, y rara vez salen las cosas mal, salvo que sea precisamente ese el propósito. En definitiva, lo que llega a nuestro salón tiene bastante menos que ver con la realidad, que con lo que regurgitan productores, asesores y demás personajes ocultos en el tiempo que transcurre desde que se apaga la cámara hasta que se enciende la televisión. En el caso de los realitys, esta técnica se exacerba aún más, y los cortes calculados al milímetro dibujan personajes absurdos con conductas frikis e injustificables que tal vez—solo tal vez, dado que no parece que ningún Nobel de Física haya salido de esta clase de programas—tendrían más sentido si el espectador tuviera acceso al material original. Algunos me recordaréis, con razón, que precisamente donde más se manipulan las escenas, los planos y los diálogos es en el celuloide, pero el cine no nos vende realidad. Es un contrato tácito aceptado por las partes. La existencia de ese convenio no está tan clara en la pequeña pantalla, cuyos contenidos damos por válidos con una ligereza digna de estudio.

En ese laboratorio, son los personajes los que manejan las probetas, pero somos nosotros los que terminamos con la cara tiznada y los pelos chamuscados

Sin duda, esta reflexión televisiva no tiene nada de particular, y de hecho no se aleja mucho de constituir un lugar común. No obstante, no era eso lo que os quería contar. Se da la circunstancia de que en mi caso particular, ha nacido a raíz de contemplar Birdman, y sólo entonces. Mientras estaba sentado en la butaca de la que hasta hace poco renegaba. El cine tiene mucho que ver con la vida. Despierta inquietudes, provoca reflexiones, cuenta nuestra propia historia. Es un laboratorio donde otros ensayan con los elementos más volátiles y peligrosos de nuestra existencia, mientras nosotros estamos pasivamente apostados en el cómodo refugio del que nada puede hacer para cambiar lo que ya está escrito. En ese laboratorio, en esencia hermético y permanente como una cápsula del tiempo, son los personajes los que manejan las probetas, a ellos les pegan un tiro o les rompen el corazón, pero inexplicablemente, somos nosotros los que terminamos con la cara tiznada y los pelos chamuscados. Y desde luego, cuando aparecen los créditos, somos nosotros los que hemos añadido una nueva forma de pensar, un nuevo impulso, un nuevo latir, a nuestro repertorio, que ya nunca será el mismo; mientras la película vuelve a su letargo original, esperando a que otro le dé vida. A vosotros, que tal vez llevéis años disfrutando de esta sensación, quizá no os descubro nada nuevo. Para mí, ha resultado ser una inesperada virtud.