Dice el diseñador Mark Rosewater que cuando algo no te gusta simplemente lo ignores: no fue hecho para ti. De ello se deduce que todo lo que está hecho, está hecho para alguien. Y no puedo estar más de acuerdo.
Por raro que parezca, todo acto de creación es consecuencia de que alguien piense «me gustaría ver esto hecho». Incluso si esto es una fiel reproducción de Desembarco del Rey hecha con palitos de Frigopié. Y con siete mil millones de almas en el planeta, puedes jugarte el cuello a que no será el único. Lo cual no obliga a que los otros seis mil novecientos millones y pico tengamos que apreciarlo (aunque en este caso sea bastante épico).
Pero por alguna razón, los humanos llevamos muy mal eso de que a alguien le guste algo que a nosotros no. En el fondo, lo que nos da miedo es que alguien pueda pensar que nosotros somos el tipo de persona al que le gustaría eso. Ya conocéis el viejo adagio: Hitler era vegano, tú eres vegano, ¿no será que te gusta Hitler?
Esto redunda en que al final, preventivamente, expresamos rechazo hacia algo que no hemos probado, solo por evitar asociación con los estigmas que trae. Y ahora voy a hablaros de Aquaman y hundir mi reputación social.
Compartir estantería con semejantes übermensch le lleva pasando factura setenta años
Aquaman es un superhéroe. En la particular guerra de Villarriba contra Villabajo de los cómics, Aquaman no es de la editorial de X-Men, Capitán América o Spiderman; sino de la de Batman, Superman y Wonder Woman. Y compartir estantería con semejantes übermensch le lleva pasando factura setenta años.
Como su nombre indica, Aquaman se siente como pez en el agua… en el agua. Hijo de un humano y la reina de Atlantis, Aquaman es capaz de nadar super rápido o controlar los instintos de las criaturas marinas para que le ayuden. Es un hábil combatiente, y aprovecha las reliquias tecnológicas de la Atlántida, de la que es rey (especialmente su tridente) para obtener ventaja sobre sus enemigos. Hasta aquí la premisa no es tan diferente de Batman: una persona relativamente corriente (ni mutante ni alienígena ni cruzado con ningún bicho radioactivo) que usa algunos artilugios avanzados para hacer el bien.
Pero claro, cuando en la revista de al lado un fornido superhombre de flequillo caracolesco tiene visión de rayos X, fuerza descomunal, invencibilidad, y tanto carisma como para llevar los calzoncillos por encima del pantalón y seguir siendo héroe nacional, te conviertes en carne de bullying. El pobre Aquaman no tiene nada que hacer. Y como en cualquier pasillo de instituto, pronto surgen rumores. Que si no puede respirar fuera del agua. Que si sus únicos amigos son peces. Que si fue expulsado de Atlantis por rubio. Bueno… esto último sí fue verdad en su día. Es inevitable que en siete décadas de vida a algún escritor le flojee la mollera cuando toma las riendas.
Recientemente en mi oficina formamos un grupo especial para acometer una importante tarea. Éramos como una especie de GEOs que veníamos a salvar el día, y nos modelamos a nosotros mismos tras la Liga de la Justicia. Mis compañeros empezaron a autoasignarse los personajes. Superman cayó primero. Batman, el segundo. Luego Martian Manhunter, seguido pronto por Flash. Cada uno que se tachaba era aprovechado para hacer una chanza sobre como Aquaman sería el último. No lo soporté más. Quizá llevado por ese flashback que todos los nerds hemos tenido de formar equipos de fútbol en el colegio, me dije que no abandonaría a mi compañero. Por delante de Linterna Verde y de Wonder Woman, elegí a Aquaman. Se merecía, al menos, una oportunidad.
El comienzo no fue fácil. Tras las esperadas risas, argüí que ninguno sabíamos nada realmente de Aquaman y que seguro que era tan molón, o más, que Superman. Y allí delante me propuse demostrarlo. «Google, no me falles», pensé mientras buscaba información sobre mi nuevo y acuático mejor amigo. Y Google no falló: acometió su tarea con certera precisión, para mi desgracia.
Y allí delante me propuse demostrarlo. «Google, no me falles».
Todos los superhéroes han tenido enemigos de chinchinabo. Los Cuatro Fantásticos, por ejemplo, se enfrentaron en su día al Hatemonger: un clon de Hitler con cucurucho del Ku Klux Klan. En los inicios, Linterna Verde perdía sus poderes ante un simple listón de madera. Lex Luthor, el archienemigo de Superman, cometió un día el terrible crimen de robar cuarenta tartas. Pero nadie se había parado a mirarlo. Yo me paré a mirar a quién se había enfrentado Aquaman.
Tenemos al Rey Tiburón, que es un escualo con piernas – y ya. Al Pescador, un formidable enemigo entre cuyos poderes se encuentran «la pesca» y el «combate mano a mano», pero, nos aclaran, «(básico)». Igual aclaración nos aportan del Scavenger, un buzo que se dedica al pillaje de barcos hundidos. No pude menos que expresar un suspiro. En las páginas de al lado, Wonder Woman le zoscaba galletas como panes a Ares, Dios de la Guerra, y Superman vencía a un villano llamado, sin paliativos, Juicio Final.
Aquaman y yo habíamos perdido la primera batalla.
A esas alturas tenía claro que no iba a convencer a nadie en un radio de cincuenta kilómetros de que mi tritónido amigo era chachiguay del Paraguay (al menos mientras alguien de mi oficina estuviera presente para recordar la existencia del Pescador). Pero yo seguía abierto a la posibilidad. Defender a Aquaman se había convertido en algo personal. No iba a dejar a ningún hombre atrás, incluso si ese hombre había tenido en su día un perro con escafandra llamado Aquadog.
Aprovechando los frecuentes borrones y cuentas nuevas del mundo de los cómics, enganché con el nuevo origen que se le dio a Aquaman en 2011 y devoré los cinco volúmenes editados desde entonces (unas cuarenta entregas). Y descubrí que Aquaman no necesitaba salvación ninguna por mi parte.
Lejos de ignorar el evidente estigma de Aquaman en la vida real, los escritores lo habían incorporado a la historia. Dentro del cómic, la sociedad hace los mismos chistes, crea los mismos vídeos de risa, y toma tan en serio a Aquaman como ocurre fuera de él. Incluso tras evitar un atraco y fuga, los policías le agradecen su ayuda con sorna («¿para qué has venido? ¡si no había peces involucrados!»). Para rematar, en tierra firme se le recela por su condición de rey de Atlantis, y bajo el mar se le recela por su condición de hijo de humano. Tiene dos hogares y no le quieren en ninguno.
Aquaman no necesitaba salvación ninguna por mi parte
Pero a Aquaman todo eso le da igual. Ha aceptado que, como decíamos al principio, es imposible gustarle a todo el mundo, y él se limita a vivir su vida y a hacer lo que le apetece. Es un superhéroe, así que su vida consiste en luchar contra gargantuescos monstruos marinos, malvados villanos sin escrúpulos, y salvar vidas de gente que dos viñetas antes soltaba chascarrillos sobre su inutilidad – lo cual es la mejor bofetada en la cara que les podría dar.
Cualquier otro de nosotros nos hubiéramos retirado a las Bahamas a hacer que las truchas nos sirviesen mojitos. Él no. A pesar de ser despreciado por terráqueos y por atlántidos, Arthur Curry, que así se llama Aquaman, es irónicamente la única persona que se interpone ante la inminente tercera guerra mundial entre ambos bandos. Así que sigue con la sonrisa puesta, cumpliendo con su deber de diplomático barra repartidor de toñas, y pasando de lo que el resto de la gente diga. Sabedor de que intentar gustar a todos es una labor sisífea, la ha descartado por completo y se dedica, únicamente, a estar contento consigo mismo. Que es lo que importa.
En una de las primeras páginas del cómic, un paisano se acerca a Aquaman en un restaurante y le pregunta a bocajarro: «Dinos, ¿cómo se siente sabiendo que no eres el superhéroe favorito de nadie?». Aquaman no contesta. Y no tiene por qué. La premisa es falsa: desde este verano, es mi superhéroe favorito.