27 de mayo de 2014. Un enjambre de periodistas ansiosos se agolpa en la sala de conferencias del Hotel Savoy de Londres. Cuando el personaje en cuestión aparece en su silla de ruedas, se disparan los flashes y se hace el silencio. Sir Stephen Hawking, Caballero del Imperio Británico, doce doctorados Honoris Causa a sus espaldas, y considerado una de las mentes más brillantes de nuestro tiempo, está a punto de hablar.
Esta vez, su charla no versará sobre agujeros negros, ni incluirá teorías sobre la expansión del Universo. La expectación es máxima, porque el investigador más famoso de la actualidad ha diseccionado las claves científicas para el éxito de la selección de Inglaterra en la Copa del Mundo de fútbol de Brasil. Sus deducciones incluyen factores tan variados como el color de la camiseta, la nacionalidad del árbitro, el horario de los partidos, la altitud y la estrategia. Incluso se atreve a afirmar que, según los datos, los jugadores calvos y rubios tienen más opciones de marcar. «Comparada con el fútbol, la física es una cuestión bastante simple», afirma Hawking.
Muchas personas, por el contrario, sostienen que el fútbol es simple y primitivo. Veintidós individuos en pantalón corto dándole patadas a un balón. En efecto, no es más que eso. Y sin embargo, hablamos de un deporte que levanta fascinación en todo el globo. 18.000 medios de 219 países han solicitado acreditación para el Mundial de Brasil. Millones de personas, entre las que me incluyo, ignoran el nombre del último Premio Nobel de Medicina, pero reconocerían al instante las fotografías de Cristiano Ronaldo o Leo Messi. El pulpo Paul, aquel simpático cefalópodo que pronosticaba los resultados del Mundial de Sudáfrica, fue elevado a los altares en los telediarios de medio mundo. El infalible método del oráculo consistía en elegir entre dos mejillones que se encontraban en distintas urnas, cada una con la bandera de uno de los contendientes.
Política y fútbol han estado ligados desde que los futbolistas usaban botines y una boina holmesiana adornaba la cabeza de los guardametas
En todo debate de sobremesa que se precie, acaba apareciendo un comentario sobre el pan y circo de nuestra era. A veces, uno de los comensales, quizá con un espíritu crítico más punzante que sus compañeros, desliza cauteloso: «Nos lo meten hasta en la sopa». Y de postre, pescadilla. Que se muerde la cola, para más señas. Porque el eterno dilema está ahí: ¿programan fútbol veinticuatro horas al día porque es lo que demandamos, o lo consumimos porque es lo que nos ofrecen?
El balón tiene mucho poder, y como siempre, los más astutos saben darse cuenta de ello y utilizarlo como herramienta para sus fines. Política y fútbol han estado estrechamente ligados desde que los futbolistas usaban botines y una boina holmesiana adornaba la cabeza de los guardametas. Dictadores como Mussolini, Stalin, Hitler o Franco entendieron que el deporte rey podía convertirse en el atajo perfecto para aumentar su popularidad. Es tristemente célebre la historia del Mundial de Argentina de 1978, en el que los goles de la albiceleste de Videla tapaban las protestas de las Madres de la Plaza de Mayo. Ellas, mientras tanto, eran increpadas y maltratadas por no participar de la fiesta: «¿Es que ustedes no son argentinas?».
Algo similar ocurre este año en Brasil. El país ha invertido 20.600 millones de dólares, casi una cuarta parte del PIB, en organizar la cita mundialista. Por ello, entre muchos ciudadanos ha estallado la indignación, con protestas en las calles que han sido brutalmente reprimidas. Como referencia, el gasto anual en salud supone el 9% del PIB brasileño. Según datos del Banco Mundial y UNICEF, el país verdeamarelo presenta una tasa de habitantes por debajo del umbral de la pobreza del 26%, mientras que uno de cada nueve habitantes es analfabeto, y uno de cada cuatro no tiene acceso a saneamiento.
Un club de fútbol es el juguete perfecto para pequeñas y grandes fortunas
Los mandamases no son los únicos que aprovechan el tirón mediático del balompié. Alrededor del ecosistema futbolístico revolotean infinidad de insectos, esperando sacar su tajada del pastel. Un club de fútbol es el juguete perfecto para pequeñas y grandes fortunas, que encuentran un modo fácil y sencillo para tejer su red de influencias, blanquear dinero, fundar sospechosos fondos de inversión y realizar operaciones de ingeniería fiscal y financiera. No en vano, solo en España, en este siglo que comienza, han sido imputados por diversos cargos los presidentes, propietarios o máximos accionistas de Atlético de Madrid, Real Madrid, Fútbol Club Barcelona, Athletic de Bilbao, Sevilla, Betis, Valencia, Deportivo de la Coruña, Espanyol, Rayo Vallecano, Villarreal, Zaragoza, Racing de Santander, Hércules, Real Murcia, Real Jaén o Unión Deportiva Las Palmas, así como el presidente de la Asociación Española de Futbolistas y el de la Federación Española de Fútbol. Algunos de ellos han sido condenados, otros absueltos, y la mayoría se encuentra con causas pendientes. Para calibrar la magnitud de la podredumbre sirva el dato de que, ante la reciente condena de José María del Nido, presidente del Sevilla, todos los presidentes de Primera y Segunda división, salvo seis, firmaron una carta solicitando su indulto, lo que desató la indignación de nuestro colaborador Javier F-R.V
En nuestro país, desde 1999, todos los clubes de la Liga de Fútbol Profesional (salvo Real Madrid, Barcelona, Athletic de Bilbao y Osasuna) son Sociedades Anónimas Deportivas, y se rigen prácticamente a todos los efectos como cualquier sociedad mercantil de capital. A grandes rasgos, esto implica que las decisiones en el ámbito interno se toman en base al principio de mayoría accionarial, por lo que los abonados que tienen su asiento en el estadio, a pesar de recibir por tradición el antiguo nombre de socios, poco o nada tienen que decidir en la política del club. En muchos estadios, especialmente aquellos de equipos modestos, el lema Contra el fútbol moderno decora pancartas y protagoniza cánticos.
Los estadios se han convertido en las catedrales del siglo XXI, […] orgullo de una ciudad, o de todo un país
Precisamente los estadios se han convertido en las catedrales del siglo XXI. Se construyen para ser el orgullo de una ciudad, o de todo un país. Los mejores arquitectos del mundo compiten por dejar su firma en uno de estos templos, a los que multinacionales archiconocidas prestan su nombre a cambio de muchos millones. Los fieles ocupan religiosamente, y nunca mejor dicho, los asientos del santuario, a menudo heredados de padres o abuelos. Ataviados con bufandas coloridas, solos o en familia, se disponen a rendir pleitesía a sus ídolos. O todo lo contrario. No es extraño ver a un aficionado, que durante la semana es tal vez un eficiente trabajador, o un cariñoso yerno, perder los papeles e insultar a gritos al árbitro o a un rival.
¿Pero qué tiene el fútbol para ser la afición más extendida del planeta? Hay quien afirma que el fútbol conecta con algunos de nuestros instintos más atávicos. El primatólogo Pablo Herreros sostiene que su función es la de sustituir nuestro pasado como cazadores-recolectores. El hooligan, según esta teoría, tomaría partido por una de las manadas, con el fin de experimentar el reconfortante sentimiento de pertenencia a la comunidad. El primatólogo español cree incluso que, al igual que los antiguos Juegos Olímpicos, podría cumplir la función de las guerras, afirmando la supremacía de una tribu sobre otra. El autor de Yo, mono ilustra su teoría con el ejemplo de la pasada final de Champions League entre el Real Madrid y el Atlético de Madrid, dos aficiones vinculadas por una enemistad irreconciliable. Según él, ante la amenaza de una tribu mayor, indios y vikingos se fusionarán y se opondrán a otras en el Mundial de Brasil pocas semanas después.
Resumiendo, el fútbol embrutece y es la ciénaga hedionda donde tienen lugar estafas y fraudes que harían palidecer a los asaltantes del tren de Glasgow. Cuando juega su equipo, personas de toda clase y condición experimentan una regresión evolutiva, y no digamos ya si ese equipo es la selección nacional. Entonces el país entra en un coma profundo, en el que lo único que importa es que la pelotita entre.
Y llegados a este punto, voy a hacer una confesión
Y llegados a este punto, voy a hacer una confesión. Sí, amigos, soy futbolero.
Antes de aprender las tablas de multiplicar, ya llevaba un balón debajo del brazo, que me acompañaba al colegio, al cine, al teatro y a cada uno de mis viajes. Mis regalos de cumpleaños siempre incluían cuatro o cinco pelotas, que pateaba contra una pared hasta dejarlas del tamaño de una canica. Conocía todos los equipos y jugadores de la actualidad y del pasado, gracias a lo cual adquirí sólidos conocimientos de geografía e historia. El fútbol fue mi lubricante social preferido y entre dos porterías hechas con la mochila del colegio en un poste y la chaqueta recién salida de la lavadora en el otro, conocí a infinidad de amigos, algunos de los cuales aún conservo.
Hoy, pasada esa época de pasión infantil, lo concibo como un entretenimiento inmejorable. De ninguna manera vería un partido sin compañía, y juego solo por diversión. No soy de esos a los que la derrota de su equipo les quita el apetito, ni concibo el fútbol como un enmascarador existencial, siendo la victoria de los míos un medicamento temporal que me evada de las crisis y los problemas, como afirma el gran periodista Axel Torres. Pero me parece que sigue siendo una herramienta única para disfrutar con los amigos, o para romper el hielo en cualquier conversación.
Y es que en esa atmósfera frívola y elemental, se crea una magia especial. Un hechizo que, por un momento, nos hace ver a Stephen Hawking y al pulpo Paul a la misma altura.