En el artículo anterior, que abría la serie Macrohistoria para Valentín, nos propusimos repasar algunos puntos de la macrohistoria del hombre, que se vieron agitados por sendos descubrimientos científicos en el mes anterior a la publicación del mismo, febrero del presente año. En este artículo, haremos un repaso desde los albores de nuestra historia biológica hasta el momento en que nuestros ancestros se separaron de los de las plantas y su parentela evolutiva.
¿Cuánto sabemos de esta historia? No pudiendo —¿aún?— viajar al pasado, lo único que podemos determinar racionalmente son los posibles hechos que han tenido lugar y la probabilidad de que cada uno de ellos ocurriera. Lo que complica más las cosas es que muchos de estos hechos son alternativos a otros, por lo que nuestro conocimiento final no es sino un conjunto de diferentes posibilidades, cada una con un rango de probabilidad que depende de las otras.
Quizá a alguien le asuste el encadenamiento de probabilidades. Este es, en cualquier caso, el lenguaje de la ciencia dura, no con el que se suele popularizar y llegar a los titulares, en que varias veces al año se encuentra «la causa del cáncer» y se descubre «una molécula que acabará con el sida» en lugar de «un factor implicado en la progresión de un tipo de cáncer en determinados pacientes» o «una molécula que ha demostrado eficacia en un estadio de desarrollo después del cual fallan el 90 % de los posibles tratamientos», respectivamente.
Por supuesto, una forma de obtener respuestas claras es convertir la aceptación de los límites de la racionalidad —el método científico, en lo que nos ocupa— en sumisión a respuestas que se consideran por encima de esta racionalidad: sabemos que existe vida porque fue creada. Pero es cobarde, cuanto menos, rechazar nuestro poder de comprender la realidad en favor de explicaciones injustificadas. Por ello, retomaremos nuestra pregunta conscientes de las limitaciones de inquirir en el pasado: ¿cuál ha sido, con mayor probabilidad según el conocimiento del que disponemos actualmente, la historia biológica de nuestra especie?
El primer hito consistió en la propia aparición de la vida
El primer hito consistió, evidentemente, en la propia aparición de la vida. Esto ocurrió cuando algunas moléculas complejas, del tipo conocido técnicamente como orgánicas, adquirieron la capacidad de replicarse: bien unas a otras en una especie de ciclo constructivo, bien a sí mismas.
Un segundo hito fue el encierro de estas maquinarias vivas, aún dispersas en el caldo primigenio, entre paredes que favorecían su actividad conjunta de autoperpetuación. Así aparecieron las primeras células, a pesar de que tampoco tenemos claros varios detalles del proceso. Además, probablemente esta evolución no fue un proceso unívoco en que toda la vida precelular se envolvió de membranas y siguió prosperando. Es más probable que las primeras células no fueran sino una de las dinámicas de estos diversos sistemas, que se habría acabado imponiendo por tener —casual o, al menos, involuntariamente— una mayor capacidad de autoreproducción.
Estos procesos de innovación (mutación) fortuita y de éxito de las estrategias más eficientes para autoperpetuarse (selección natural), explicados magistralmente por Darwin en 1859, se han venido repitiendo desde ese inicio de la vida hace más de 3500 millones de años. Su resultado es la evolución de los seres vivos en diferentes formas, más o menos complejas, algunas de las cuales han llegado —tras múltiples cambios— hasta nuestros días (como nosotros mismos), y el resto de las cuales se extinguió en algún momento.
El tercer hito fue una sucesión de separaciones entre estos diferentes grupos de seres vivos primitivos, que iban tomando caminos divergentes. La primera gran separación, desde el punto de vista de nuestra macrohistoria, fue entre dos tipos fundamentalmente diferentes de células, las bacterias y las arqueas. Ambas comparten la sencillez de su estructura general, lo que hizo que al principio se pensara que formaban un único grupo evolutivo, separado de las células más complejas, con núcleo y otras estructuras subcelulares (esto es: las células eucariotas).
Cuando descubrimos que algunas bacterias eran diferentes de otras, llamamos eubacterias a las que nos eran más familiares
Estos grupos han recibido diferentes nombres, según lo que sabíamos de su relación con otros organismos, como pasa con muchísimos grupos biológicos. Por ejemplo, cuando descubrimos que algunas bacterias eran esencialmente diferentes de otras, llamamos eubacterias—«bacterias verdaderas»—a las que nos eran más familiares y buscamos un nombre para las otras, que en este caso fue «arqueobacterias», del griego ἀρχαῖος, «antiguo», ya que sus características hicieron pensar que serían las células más primitivas. Cuando, hace algunas décadas, descubrimos que estos grupos tienen historias tan separadas, al menos, como las bacterias y las eucariotas, volvimos a llamar «bacterias» a las de siempre, y dejamos en «arqueas» a las arqueobacterias. Los últimos descubrimientos, de hecho, apuntan a que los seres eucariotas evolucionaron a partir de las arqueas, lo cual afectaría no solo al nombre de este último grupo, sino a todo nuestro entendimiento sobre nuestra historia evolutiva… Pero esa es otra historia.
Más adelante en el camino evolutivo, quienes solemos considerar los seres vivos que forman parte de «los nuestros», los animales, se separaron de «los otros». Tradicionalmente, se entendía como tales a las plantas, los hongos y los organismos unicelulares. Sin embargo, hace décadas que sabemos que los hongos están estrechamente emparentados con los animales, y que los reinos tradicionales de organismos unicelulares, las móneras —organismos simples— y los protistas —diferentes grupos de organismos unicelulares más complejos— no son grupos evolutivos naturales, sino producto de nuestra comprensión, siempre incompleta, de la realidad. Sin embargo, la dicotomía animal-planta persiste en la mente popular como separación entre unos y otros seres vivos.
El pasado febrero, un estudio mostró unos resultados que replanteaban (…) la separación exacta entre animales, plantas y los grupos afines a cada uno de estos
El pasado febrero, un estudio en la revista científica PNAS (Proceedings of the National Academy of Science) mostró unos resultados que replanteaban tanto los orígenes de las células eucariotas, de las que estamos formados, como la separación exacta entre animales, plantas, y los grupos afines a cada uno de estos.
Durante los mil millones de años siguientes a la aparición de células, la evolución fue relativamente sencilla. La selección natural actuaba sobre los genes y otros componentes celulares, de manera que sobrevivían las células mejor adaptadas a las condiciones de cada momento, pero la estructura general de la célula no cambió significativamente: los organismos eran unicelulares y estaban formados por un único todo interior que se separaba del exterior por una membrana, más o menos gruesa.
Sin embargo, hace unos dos mil millones de años (o incluso unos cientos de millones de años antes, según algunos indicios indirectos), aparecieron las células eucariotas, que con el tiempo originarían los seres más complejos que conocemos: animales, plantas, hongos, y otros seres comunitarios o multicelulares. ¿Cómo eran estas primeras células del mismo «tipo» que las nuestras?
Esta pregunta, aunque parezca sencilla, es difícil de responder. Los seres unicelulares, al carecer de estructuras duras, no fosilizan. Lo más parecido que existe son los estromatolitos y oncolitos, estructuras naturales producidas por la sedimentación de ecosistemas bacterianos, y los acritarcos, microfósiles orgánicos cuya pertenencia a un grupo biológico determinado no puede conocerse con seguridad. Por lo tanto, no tenemos evidencias directas de la estructura de las células primitivas.
Una estrategia que podemos seguir para tener alguna idea es la inferencia basada en la descendencia. Es el mismo procedimiento que adivinar el color de pelo de alguien a partir del de sus hijos. Si todos o la mayoría son rubios, lo más probable es que su progenitor también lo sea. Si hay hijos rubios, morenos y pelirrojos, la cosa se complica. Si sabemos quién es el padre, pero no estamos seguros de quién o cómo son sus hijos, la cosa también es más complicada. Esto es lo que pasa, claro está, con las células eucariotas y muchos otros de nuestros ancestros.
¿Quiénes son los hijos de las primeras células eucariotas?
¿Quiénes son los hijos de las primeras células eucariotas? Es decir: ¿qué grupos biológicos son los descendientes directos de estos? No se trata de determinar qué organismos son eucariotas y cuáles no, sino de saber qué grupos aparecieron de la separación de los primeros organismos de este linaje. La manera convencional de responder a esta pregunta es comparando las características (normalmente genéticas) de miembros representativos de diferentes grupos conocidos, y agrupándolos en orden de similitud creciente.
Sin embargo, esta comparación también es complicada: los miembros o las características escogidos pueden llevar a diferentes conclusiones. En los últimos diez años, la mayor parte de resultados han apoyado la hipótesis de separación de los primeros eucariotas en dos grupos ancestrales, los unicontes y los bicontes, que tendrían respectivamente (y de ahí sus nombres) uno o dos látigos celulares («flagelos») para el movimiento.
Estos dos grupos, en los términos que hemos usado antes, serían los verdaderos «nuestros» (animales y seres estrechamente relacionados con ellos, como los hongos) y «otros» (plantas, etc.). Además, de sus características ancestrales se deduciría que las primeras células de nuestro tipo, eucariotas, tenían un flagelo, como nosotros (aunque solo lo conservemos en los espermatozoides). De rebote, esto implicaría que nuestra evolución, en esta etapa, fue más bien «pasiva»: los nuestros conservaron las características de sus antepasados, mientras que fueron los otros quienes se separaron del grupo común.
Sin embargo, Romain Derelle y sus colaboradores, en la investigación que tuvo como fruto el artículo del PNAS en que nos fijamos hoy, han encontrado, usando diferentes métodos, que esto podría no ser del todo así. Estos investigadores incluyeron en el estudio diferentes organismos descubiertos recientemente, y usaron un nuevo tipo de análisis para evitar algunos problemas de los análisis más comunes. Los resultados confirmaron parte de lo que ya sabíamos sobre la historia de los eucariotas, como la existencia de dos grandes grupos (unicontes y bicontes). Sin embargo, también plantean cambios en nuestro conocimiento.
La posición evolutiva de estos nuevos grupos y otros cuya afinidad genética no estaba clara, así como conocimientos recientes sobre un importante grupo de unicontes, las amebas, parecen indicar que los primeros eucariotas no tenían un flagelo, sino dos. De un lado, esto afecta a la nomenclatura de estos grupos, ya que tiene poco sentido separar en «unicontes» y «bicontes» a grupos que, ancestralmente, serían todos biflagelados. Derelle y sus colaboradores proponen nuevos nombres para estos grupos, creados como acrónimos a partir de los subgrupos más importantes que los forman: opímodos para los antiguos unicontes (formado a partir de los grupos Opistokonta —animales y parentela— y Amoebozoa —amebas y similares—) y dífodos para los antiguos bicontes (a partir de Discoba —un conjunto de eucariotas unicelulares— y Diaphoretickes —plantas y parentela—).
Este descubrimiento afecta a lo que sabemos sobre cómo ha sido nuestra propia historia
Pero, de manera más importante, este descubrimiento afecta a lo que sabemos sobre cómo ha sido nuestra propia historia. En este entorno temporal, no habría sido la de una evolución pasiva, sino activa. Cuando nuestros antepasados se separaron de las amebas, hace más de 500 millones de años, algo les habría impulsado a perder uno de sus flagelos (en términos evolutivos: aquellos que tenían un solo flagelo fueron más exitosos que los «normales», con dos, y se impusieron a ellos). ¿Qué factor sería el causante de este cambio?
Como siempre, la ciencia avanza aumentando nuestro conocimiento, pero siempre planteando nuevas preguntas. Quizá a esto se podría referir Sócrates en aquella frase que nunca dijo: si el conocimiento es la ausencia de dudas, lo que sabemos ahora indica que no lo alcanzaremos nunca. Pero sabemos, de momento, algunas cosas. Nuestros antepasados eucariotas, una vez uniflagelados, siguieron evolucionando. Se convirtieron en seres multicelulares, desarrollaron nuevos sistemas biológicos (como las neuronas y los músculos) y nuevas capacidades (como pensar). Adquirieron un esqueleto. Salieron a la tierra. Y se convirtieron en mamíferos. Lo veremos con el otoño.