Salía el sol, y aquel muchacho de ojos azules decidió emprender un largo viaje. Esta vez no tomó más que su corazón como brújula y sus recuerdos como bandera. La mar estaba en calma, y los surcos que dejaba su velero en la arena desaparecieron al izar las velas. Aquel rizoso pensador sonreía mientras se alejaba de la playa. Por fin podría dedicarse a navegar. Siempre había sido más de mar que de tierra: al caminar anhelaba la libertad que sentía rodeado de sus aparejos, su vela y, cómo no, con su amigo el viento.
En aquellas largas horas de olas y salitre pensó en muchas cosas. Recordó sus hazañas anteriores: aquella que le llevó anteriormente lejos de su casa, a descubrir esa ciudad entre ruinas eternas; los días en los que se convirtió en un estudiante justiciero; y tantas, tantas carcajadas en torno a un desayuno temprano compartiendo algún que otro mediano.
Recordaba cuánto se había divertido y cuánto sintió: los momentos junto a los suyos, los días entre amigos, y canciones sin sentido. Sabía que todos se preguntarían dónde estaría, pero no sería difícil de adivinar; además, qué hay mejor sino hacer grande un recuerdo paso a paso con el tiempo.
Era la hora de partir. Era de mar, y no de tierra. Una vez me lo dijo, cuando le pregunté cómo se sentía al navegar. Solo podría decírmelo conmigo dentro de su velero, pues allí, en medio de la inmensidad, cuanto más dueño de su rumbo, más sentía acercarse a su ansiado destino. La felicidad. Se alzó y abrazó el viento, sonrió a las estrellas y éstas le abrieron su camino, invitándole a surcar ahora su cielo.
Encontraron su vela, años más tarde, también el casco de su velero; y, sabiendo que era suyo, mirando arriba, le sonrieron. Es para ti, Pempo.