Cuando muere tu madre te quedas huérfano. Esto es así y todo el mundo lo sabe.
Pasados los primeros momentos de mareo social (funeral, entierro, llamadas de pésame creíbles o increíbles), entras en fase de saco de boxeo: desde que la consciencia te lo echa encima nada más despertarte, hasta que inconscientemente levantas el teléfono todos los días a la hora de costumbre, pasas por toda una serie de recuerdos que te golpean intermitentemente a lo largo del día.
Pero cuando llega el momento de recoger su casa, tu percepción del tiempo se deforma.
Al principio llega la ausencia, la forma del cuerpo en los huecos de los almohadones y la cama revuelta, los restos del último desayuno, el cesto de la ropa usada o el crucigrama del periódico del día anterior a medio hacer.
Después miras la casa largamente, deteniéndote en cada rincón, donde se atropellan los recuerdos y las voces sin ningún orden. Todo lo que ocurrió, bueno o malo, está allí.
Y el olor…
Ese olor.
Cuando empiezas a recoger asoman poco a poco las pequeñas cosas que sólo tienen sentido porque ella te dijo cuál era su sentido: la ocarina de su hermano muerto, la flor ya seca que le trajiste siendo niña, el cartapacio lleno de papeles que un día fueron importantes y se quedó al fondo del armario, la despensa llena de aquellas cosas que prefería, e incluso, los secretos inofensivos que siempre calló, y que la muerte desveló impúdicamente.
El tiempo transcurre sin hacerse notar, cuando levantas la vista ya ha anochecido, y el trabajo no ha avanzado.
Queda mucho por hacer, o, mejor dicho, por deshacer; hilo por hilo, lo que fue el tejido de toda una vida.
Y esto solo es posible si todavía eres capaz de hablar con ella en voz alta y escuchar sus respuestas.