«Dulce et decorum est pro Patria mori» -«es dulce y un honor morir por la Patria»- (Horacio, Odas, III, 2, 13) era una frase que me venía a la cabeza en Lublin (Polonia), donde estaba precisamente participando en un evento que debiera girar en torno al Nacionalismo que duró desde el 13 al 17 de febrero. La frase venía muy a cuenta, y no sólo por lo que estaba pasando en Ucrania, apenas a 250 km de donde plácidamente me sentaba en una silla de un salón de actos, sino también porque reflexionaba en torno a mis propias ideas en torno a la Nación.
Yo me encontraba en el letargo típico del que ha dormido pocas horas y del que poco interesa lo que está oyendo
Primero empecemos con los ucranianos. Un día de los que estuve allí, 15 de febrero, creo recordar, encontré como compañera a la procrastinación y su amigo el tedio después de algunas aburridas declaraciones “inspiradoras”, que en realidad, apenas ocultaban la búsqueda de votos para las elecciones a la base de la asociación a la que pertenezco, por tanto, poco más que alguna que otra falacia y retórica vacía en torno al liderazgo. Yo, en consecuencia, me encontraba en el letargo típico del que ha dormido pocas horas y del que poco interesa lo que está oyendo. Entonces subieron a la palestra tres ucranianas, como son ellas: con una desairada moda de la que usan las jóvenes ahora. Todas ellas estaban afectadas, como un francés que viviera la capitulación ante Hitler, como los emisarios españoles de la Paz de Westfalia, como los británicos que firmaron la paz con Trece Colonias rebeldes; la palabra “país”, “gente” y “Ucrania” eran recurrentes y no se separaban de su boca. Una de ellas, que vivía en Kiev (por aquel entonces, ciudad en la que se centraban todas las tensiones) nos contó cómo había visto padecer a sus amigos, familia y a sí misma; tras varios minutos de voz entrecortada, se rindió al llanto. Todos los caballeros de la sala –o quizás sólo yo– nos estremecimos viendo aquella chiquilla que ya pasaba los veinte años derrumbarse ante nosotros. Ahora que sé lo que pasó una semana después en el llamado Jueves Sangriento (20/2/14), quizás ella exagerase un poco. Las dos compañeras, no menos afectadas, consiguieron darle ánimos a aquella jovencita que ha visto lo que hace dos generaciones no ve un español en su entorno: la guerra.
Ya no recuerdo qué más dijeron aquellas chiquillas, pues yo, cual Sócrates descrito por Aristófanes, me encontraba en las nubes, ya no quería oír más de aquello. Entonces ya pensaba en lo que sabía de Ucrania. En principio, quería convencerme de que mi prejuicio histórico contra los ucranianos, que habían creado un país a base de robar tierras a sus vecinos –o al menos esa era mi opinión y quizás lo sigue siendo– no me determinase a la hora de no sentir cierta empatía. Pero me costaba mucho seguir enfadado, por mucho que por los ucranianos hubiese caído la URSS, pues por muy malévolos que puedan ser, ellos también tienen su corazoncito, es decir, que mi apatía no era tan fuerte como para no conmover a mi compasión. Así, pronto se olvidan tonterías políticas cuando en tu cabeza sólo aparece una triste y atractiva ucraniana que te demuestra que puede llegar a sufrir tanto como cualquiera. Ella lloraba por su país, su ciudad, sus conocidos y sus familiares; y seguramente su enemigo pensaría en lo mismo que ella pero desde otro lado.
Después, empecé a pensar en qué había pasado en mi propio país. Recordé, entonces, las palabras de la abdicación de Amadeo I…
Después, empecé a pensar en qué había pasado en mi propio país. Recordé, entonces, las palabras de la abdicación de Amadeo I, uno de los que han recibido el título de Rey Católico con peores consecuencias para sí; aun abdicando, reconocía el valor de los españoles y cómo todos y cada uno de los que se enfrentaban con la palabra, la espada y la pluma lo hacía en nombre del país. Asimismo, los españoles hemos caído en desgracia, uno de los frutos involuntarios de ser la cabeza de uno de los imperios más importantes de la historia; y aun cuando fuimos derrotados, nunca volvieron a darnos la cara los que habían mentido deliberadamente en contra de nuestro poder hegemónico. Por otra parte, recuerdo que Voltaire (no precisamente un amigo de todo lo español) decía que los españoles estábamos pagando por nuestro compromiso con el Catolicismo, por lo que a lo mejor tengamos los españoles algo que ver. Quizás sea así, y por ejemplo el que la Iglesia fuese la encargada de la educación primaria en el S. XIX y no el Estado ha hecho que, por ejemplo, en Francia nadie reniegue de la tricolor; mientras que en España según a quién preguntes la bandera es bicolor o tricolor (habría que echarle también la culpa de esto a cierto general de cuyo nombre no quiero acordarme); o ni siquiera se identifican con un proyecto de Península de dos países (a saber, España y Portugal, que por cierto estuvieron unificadas durante casi 100 años). Así pues, me acordé de la chica del Este y del juicio rápido y sumarísimo que había sufrido por mi parte, ¿quisiera yo que ella me midiera por el mismo rasero con el que yo medía a los ucranianos? ¿Qué pensar de una nación que siendo la descubridora de un continente se había devorado a sí misma por no poder hacer frente a la realidad?
Después de este inciso, volvamos a la ucraniana que se desmoronaba. Ella seguía allí, ante las risas de algún polaco cuya memoria genética no recordaba que su país había sido engullido por Austria, Prusia y Rusia en el S. XVIII; y que no ha existido desde entonces hasta 1918. Polonia, otra nación que había sido humillada. Y entonces ya sí que llegó un ángel para alumbrarme: y es que todos los países europeos habían humillado a otros europeos y habían sido humillados por otros europeos. He aquí, que me di cuenta que si divididos, habíamos hecho de la cultura europea el sol que querían los decimonónicos que iluminara al mundo; ¿qué no podríamos hacer juntos?