De Monforte a Nepal

De Monforte a Nepal

Corría el año 1986 y, en su mayor éxito, Os Resentidos pedían a gritos extender la fiesta gore del San Martiño por todo el globo. O al menos, se conformaban, «de Monforte ó Nepal».

Cuando Antón Reixa eligió esos dos lugares, en un intento de simbolizar puntos muy dispares del globo, probablemente pensó que no había dos cosas más diferentes en el planeta. Una es una pequeña ciudad al sur de la provincia de Lugo y otro un país anclado en las montañas del Himalaya. Pero una cosa, al menos, sí comparten.


Un viejo refrán (o receta, según se mire) aconseja cocinar una rana de la siguiente forma. Póngase el anfibio en una olla llena de agua fría. Lentamente, súbase la temperatura del agua grado a grado. Proceda de esta forma y la rana no percibirá el aumento, cociéndose indiferente hasta morir. Pretenda meter la rana en agua ya hirviendo y saltará lejos de su alcance y de su buche.

Similarmente, desplace usted a alguien apenas un año atrás en el tiempo, y ni notará la diferencia en el habla. Pero muévalo usted mil años atrás y será difícil que logre hacerse entender. La evolución del lenguaje, aunque glacial desde nuestra perspectiva humana, es un proceso innegable, como una rana cociéndose en su ingenuidad.

Esa continuidad es patente en que ningún paisano se acostó nunca con una toga para levantarse abrazando una gaita. No hay ningún punto en que la separación entre el latín y el gallego sea una línea clara, marcada en blanco y negro en los libros de lingüística diacrónica. Tampoco existe punto a partir del cual, y solo a partir del cual, aquello hablado en Monforte y aquello hablado en Roma fuesen, de repente, vastamente diferentes. Las diferencias empezaron de a pocos. Más aún, ni siquiera hay un criterio definido en lingüística para separar un dialecto regional de un idioma independiente en sí mismo. Aunque hay un repetido aforismo de Max Weinreich que refleja cómo se ha solventado ese asunto históricamente: «un idioma es un dialecto con un ejército detrás».

Ningún paisano se acostó nunca con una toga para levantarse abrazando una gaita

Porque lo cierto es que todas las lenguas albergan dentro de sí grandes variaciones. Es una característica intrínseca e inevitable. La flecha entrópica de la lingüística. Incluso idiomas artificiales, perfectamente regulares y matemáticamente fríos como el esperanto, se reflejan diferentes dependiendo de quién los use. Pues más allá de dialectos, sociolectos y etnolectos, cada hablante tiene su forma, su arte, su librillo del maestrillo: lo que en el campo se denomina idiolecto. Y esta danza helicoidal de hablantes cuyos hábitos divergen y convergen es un baile de San Vito del que ningún idioma puede escapar.

Fue con estos mecanismos que evolucionaron lentamente del latín el gallego, el francés y otras lenguas romances, cual ranas en una olla. Pero también de esta forma surgió el latín de su padre: el Proto Indo Europeo.

El Proto Indo Europeo (o PIE) es una lengua de la cual no queda ni rastro. Lo que sabemos de ella lo hemos deducido por las huellas que ha dejado en su prole. Un poco como un diplodocus al que nadie ha visto, pero que hemos reconstruido. Igual que un paleontólogo es capaz de mirar un esqueleto y realizar un boceto aproximado, los lingüistas comparan persa con croata y deducen: el Proto Indo Europeo debía ser un quebradero de cabeza.

El Proto Indo Europeo nació en la prehistoria en algún lugar de las estepas del Mar Negro y se extendió como la pólvora por medio globo. Cuando el latín era el idioma del Imperio, en el norte el PIE había eclosionado ya en Proto-Germánico, Proto-Eslávico y Proto-Báltico; gérmenes de la pléyade de idiomas que hoy conforman el crisol europeo. De Coruña a Atenas, pasando por Reykjavik, Praga y Moscú, sólo dos familias lingüísticas sobrevivieron a la rápida expansión del Proto Indo Europeo: el euskara y las lenguas urálicas (finés, húngaro y estonio).

A miles de kilómetros y años atrás, el sánscrito comenzaba a tomar forma. El nepalí era entonces apenas un punto distante en el tiempo. No sería hasta el final del primer milenio de nuestra era que en el subcontinente indio comenzarían a dibujarse pequeñas diferencias – las que hoy permiten etiquetar de forma burda esa masa informe de lenguas que inundan las orillas del Ganges. Aunque muchas son inteligibles entre sí, la situación deja el problema de traducciones del Parlamento Europeo en una riña de guardería: más de mil quinientos millones de personas hablan alguno de los doscientos idiomas de la denominada rama indoaria, lo que supone uno de cada dos hablantes de una lengua indoeuropea.

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Las diferentes ramas actuales del Proto Indo Europeo, en sus lugares de origen.
Fuente: Wikipedia.

Conviene matizar que aunque el PIE abarque casi toda Eurasia a lo ancho (hasta las puertas de Indochina), en Oriente Próximo hay un hueco que escapa a su dominio: allí la familia que triunfa es la Proto-Semítica. Árabe, hebreo, arameo (y otras lenguas antiguas como fenicio, sumerio y acadio) pertenecen a esta familia junto al maltés, una pequeña rareza de la Unión Europea nacida en torno al siglo X por la emigración. El Proto-Semítico se engloba en la familia Afroasiática, en la que también encontramos por ejemplo lenguas etíopes, bereberes (como el tuareg) o el egipcio antiguo, y comenzó a demarcarse, al igual que el Proto-Indo-Europeo, sobre el 4000 aC.

Un detalle que puede pasar inadvertido de esa fecha es situar al PIE (y al Proto-Semítico) en los últimos coletazos de la Edad de Piedra. Esto tiene la fascinante consecuencia de que no existe ninguna traza directa de su existencia, pues nunca fue escrito. No sería hasta siglos más tarde que civilizaciones como la sumeria, creta o egipcia desarrollarían los primeros sistemas logográficos (como jeroglíficos) que más tarde darían paso a los alfabetos. Todo lo que sabemos del PIE, lo hemos reconstruido y teorizado.

Además, el anclaje del Proto Indo Europeo en la prehistoria supone que no sólo sus características lingüísticas son nebulosas, sino también aquellas sociológicas o demográficas. No está claro todavía si fueron pacíficos granjeros neolíticos buscando tierras fértiles o bravos guerreros del bronce con sed de sangre los que finalmente extenderían el Proto Indo Europeo mediante olas de migraciones desde las estepas al sur de los Urales. Las hipótesis son varias y cada una tiene sus pros y contras en el cruce de lingüística, genética y arqueología al que corresponde verificarlas. Sean cuales fueran sus intenciones, esos pobladores tejieron inadvertidamente un vínculo a través de miles de kilómetros que ruborizaría a Gengis Khan y Alejandro Magno por igual.


Explicarle nada de esto implicará que cuando el viejo Uxío se levante por la mañana y observe la próxima borrasca paneuropea cubriendo la Ribeira Sacra, se lo tome con más filosofía; no pensará en el Proto Indo Europeo como otra nube que en su día se extendió también por todo el continente hasta el Nepal y cuyas lluvias hicieron florecer miles de literaturas.

Pero quizá, si ha leído este artículo hasta el final, pueda luego afirmar con toda su retranca: “टन्टलापुर घाम लागेको छ ।”. Fai un sol de carallo.

(Leyenda de la imagen de cabecera: en verde oscuro, países donde una lengua indoeuropea es mayoritaria; en verde claro, aquellos donde una lengua indoeuropea es minoritaria pero goza de carácter oficial. Traducción de la frase final cortesía de @suvash).