Todo empieza cuando alguien te regala unas diminutas barajas llamadas liliput.
Enseguida te enseñan a jugar a la única guerra sencilla que existe, y, a medida que vas creciendo y dominando el juego, entras suavemente en el cinquillo, para aprender los números, en la escoba, para aprender a sumar, y en las siete y media, donde ya no influye sólo el azar sino también tu decisión personal sobre el riesgo.
Como desgraciadamente los mayores no tienen todo el tiempo que necesitas para jugar a las cartas, te enseñan toda una batería de solitarios, que repetirás, olvidarás, volverás a recordar y, en definitiva, te acompañarán hasta la vejez, mientras miras a todos los lados antes de hacerte trampas.
Cada vez quieres juegos más complejos, así que entra el chinchón, ágil y caprichoso, y, quizás la larguísima canasta o el pinacle, perfectos para lluviosas tardes invernales en familia. Hasta puede que te enseñen a jugar al bridge, ya en la adolescencia, en un intento vano de rebajar tu baile hormonal y tus enormes ganas de lanzarte a la calle.
Con el tute (o su curiosa variante aragonesa, el guiñote) llegas a la mayor socialización del juego. Tiene cientos de posibilidades y caben en él casi cualquier número de jugadores: es versátil, en definitiva, y fácil de explicar al novato. Aquí ya puedes chillar y protestar (¡es que no me vienen cartas!) y nadie tiene en cuenta los exabruptos ni los golpetazos en la mesa.
Aquí ya puedes chillar y protestar (¡es que no me vienen cartas!) y nadie tiene en cuenta los exabruptos ni los golpetazos en la mesa
Aunque el juego que se impone en este periodo es el poker. Social y muy estimulante en sus múltiples variedades, aporta una dosis extra de adrenalina cuando te juegas el escaso dinero que posees, y tiende a llevarte desde el principio de la noche hasta altas horas de la madrugada. Ya levantamos la ceja. Ya somos mayores.
Pero el día que el mus entra en tu vida ocurre un fenómeno asombroso: la adicción. Lo mejor y lo peor de cada persona se evidencia en las partidas: el imaginativo y el prudente, el tramposo y el honrado, el pacato y el arriesgado, y, sobre todo, el risueño y el feroz conviven en la misma persona y se sientan a la misma mesa.
Este juego se convierte en un compañero de por vida, al que echas de menos cuando estás lejos o estás fuera, en cualquier sitio donde no puedes encontrar tres personas más con las mismas nostalgias: el bizcocho de mamá y el mus.