Que serán impresionistas. Porque un breve artículo sólo puede crear, en el mejor de los casos, una impresión de lo que estas dos regiones del norte francés ofrecen a los sentidos. También porque, y aquí nos referimos especialmente a Normandía, esta es conocida como la cuna del movimiento pictórico que bautizó un cuadro de Monet del puerto de Le Havre, Impression Soleil levant, el mismo que corona estas líneas.
Nuestro recorrido va a ser caprichoso, como pinceladas que sólo desde la distancia te dan el sentido de la imagen. Y lo vamos a iniciar en Honfleur, un pequeño pueblo costero situado en el estuario del río Sena y cuya belleza y cercanía a París lo convirtió en modelo favorito de pintores como Monet, Braque o Seurat. El puerto de Honfleur, el llamado Vieux Bassin, es el principal centro de atracción de esta villa. Allí, los mástiles de las embarcaciones replican la verticalidad de sus casas estrechas, que ofrecen toda la variedad del gris. Formas y colores que te animan a sentarte horas y horas en uno de los cafés del puerto, y lamentar tener sólo la cámara del móvil y no un lienzo.
No muy lejos de Honfleur encontramos Trouville y Deauville, las llamadas hermanas gemelas. Trouville era un pequeño pueblo de pescadores convertido en el siglo XIX en lugar de veraneo de la alta sociedad. El ambiente Belle Époque envuelve nuestra visita como las gasas que cubrían el rostro de las damas para protegerse del sol, mientras paseaban por el camino de planchas de madera sobre la playa que todavía hoy podemos recorrer, entre cabinas de tela rayada.
El camino de Trouville a Deauville es el camino de la elegancia al chic. Las separa una carretera verticalmente frondosa y salpicada de villas y mansiones. Deauville fue fundada poco más tarde que su otra gemela y no tardaría en convertirse en la más famosa de las ciudades balnearias del Fin de siécle.
El camino de Trouville a Deauville es el camino de la elegancia al chic
Deauville ha sido definida por algunos como un teatro, tal vez de ópera, por lo suntuoso de sus escenarios. En su interior, las calles que te hacen pensar en un pequeño París, todo tiendas y cafés de lujo, y en su lado costero, los palacetes decimonónicos acompañan la línea de la playa. Frente a ella, el famoso casino, que cada septiembre alberga un festival de cine americano que trae la alfombra roja de las celebridades hasta este rincón de la costa.
Seguimos nuestro recorrido por los pueblos de veraneo que la alta sociedad de inicios del siglo XX fue transformando, convirtiendo pequeños pueblos de pescadores en estaciones termales. Y el siguiente es Cabourg, cuyo Gran Hotel, aún abierto, hospedó e inspiró a Proust.
Su fachada, muy fin de siglo, está presidida por su nombre escrito en letras decó, y te hace recordar esa generación de los grandes hoteles de los que ya sobreviven pocos. Viene a nuestra memoria la película Hotel Budapest, merecido homenaje a esa estirpe irremplazable.
Aunque no estés alojado allí merece la pena visitarlo por dentro, tal vez con la excusa de tomar un aperitivo clásico: un kir royale bien frío. A pesar de la decoración dudosamente moderna, sus muros todavía conservan el diseño y, por qué no, el aire que respiró la aristocracia y alta burguesía cuyas vidas atormentadas inspiraron A la sombra de las muchachas en flor. En la obra proustiana, Cabourg es rebautizado como Balbec, y Balbec todavía está presente hoy en pequeños detalles que encuentras en la plaza delante del hotel, o en las calles que llevan al centro de la villa; pero muy especialmente, en el paseo marítimo. Allí la mirada se detiene, primero, en la línea de las cabinas de telas rayadas que alegran la arena, y después viene el mar, un mar del Norte que muestra su cara más plácida al no encontrar resistencia alguna en kilómetros de playa horizontal.
En la obra proustiana, Cabourg es rebautizado como Balbec, y Balbec todavía está presente hoy en pequeños detalles
En nuestra búsqueda del tiempo perdido recordamos que fue en verano, entre paseos y fiestas, cuando en 1914 estalló la Primera Guerra Mundial. El gran hotel se convertiría en hospital de convalecientes y la sociedad mundana que había creado y disfrutado Cabourg o Deauville se transformaría en el Mundo de ayer de Zweig.
De una guerra a otra, de una playa a otra; u otras, porque el desembarco de Normandía se produjo en diversos tramos de esta misma costa que serían rebautizados con nombres en clave como playa de Utah, de Sword o de Omaha.
Esta última es nuestro destino elegido. Nos acercamos por la tarde, cuando podemos disfrutar de la visita casi en soledad. Una soledad sobrecogedora cuando contemplas el mar desde lo alto de las dunas, donde están enclavados los búnkeres alemanes y piensas en la indefensión de los soldados que intentaban alcanzar la playa, luchando con las olas. Mirando el memorial construido encima de uno de los bunkers, y el largo listado de nombres allí inscrito, entiendes por qué esta playa sería recordada como «bloody Omaha».
El paseo sólo merece el acompañamiento del sonido del mar, y a pesar de que el crecimiento de la vegetación ha atenuado la dureza del hormigón de las construcciones alemanas, su presencia tiene un algo todavía amenazador que hace incongruente la presencia de los últimos bañistas. No muy lejos de la playa se pueden encontrar tanto el museo como un cementerio; demasiadas cruces blancas que se extienden, uniformes, por el césped. Cuando abandonamos el lugar, camino de nuestro próximo destino, cruzamos pueblo tras pueblo donde el recuerdo bélico ya es inseparable de sus piedras y de sus negocios.
Piedra y negocio es lo primero que se viene a la cabeza cuando llegas al gigantesco parking construido a un kilómetro de Mont-Saint-Michel. Todo está organizado al milímetro; conscientes los franceses del poder de atracción mundial que tiene esta abadía benedictina, centro de peregrinaje en la Edad Media como lo es también ahora, aunque de muy distinto signo.
La presencia de las construcciones alemanas tiene un algo todavía amenazador que hace incongruente la presencia de los últimos bañistas
De ello da fe el contenido de los autobuses que te llevan del parking al Mont, viajeros de todo el mundo deseosos de ver el peñasco que se convierte en isla con la marea alta. Una marea que tiene una diferencia de dieciséis metros con la bajamar, la segunda más grande del mundo.
La salida del autobús delata algo del miedo a que la realidad no corresponda a las expectativas, pero la primera vista te corta el aliento. Encima del peñasco que domina el estuario del río Cuesnon, la abadía y los edificios que la rodean componen una inmensa escultura que se alza de las aguas hacia el cielo. La imagen es tan potente que parece innecesario visitar el interior. Sobre todo porque otra marea, la humana, hace de la entrada algo tan pesado como un recorrido en metro en hora punta. Empujados, apretados y sudados avanzamos hacia la abadía, agradeciendo llegar a su altura para poder recuperar algo del espacio propio.
La abadía te envuelve de belleza, tanto por dentro como por fuera, con las vistas que ofrece del estuario. Aunque la marea es baja, podemos adivinar el movimiento del agua lejana que va poco a poco acercándose y que no tardará en aislar este lugar del mundo.
Cuando llega la hora de volver, elegimos el último autobús para así disfrutar, una vez más, de una imagen que ya no es prestada de las fotografías de otros, sino toda nuestra.
Abandonamos la Baja Normandía para entrar en la Bretaña, camino de la ciudad de Saint-Malo, una ciudad portuaria con una larga historia de comerciantes, piratas y exploradores. Los edificios del centro histórico intramuros, dentro de su muralla medieval, nos hacen olvidar, con la austeridad de sus piedras oscuras, la frivolidad de las villas que hemos visitado hasta el momento.
Abandonamos la Baja Normandía para entrar en Saint-Malo, ciudad portuaria con una larga historia de comerciantes, piratas y exploradores
Saint-Malo es para callejear y callejear, y visitar los rincones que nos hablan de ese pasado en el que este enclave fortificado era objeto de codicia de franceses e ingleses por igual, como lo atestiguan sus murallas, el castillo o las diversas torres que vigilan frente al exterior. Así podremos seguir las huellas de una historia llena de corsarios, exploradores y de los pescadores de bacalao en Terranova; aunque hay que tener en cuenta que el Saint Malo que hoy contemplamos es fruto de una cuidadosa—amorosa diríamos—reconstrucción. Tras el desembarco de Normandía, las tropas alemanas se refugiaron en esta ciudad fortificada, que fue bombardeada. Nos vamos con la visión austera de sus edificios coronados de pizarra, siempre frente al mar del Norte, como a la espera del último barco.
El camino nos llevará después a un pueblo pesquero, Roscoff, en el departamento (provincia) de Finisterre. Otro final del mundo, aunque el gallego pueda presumir de ser aún más «finis». Roscoff fue también puerto de corsarios y lugar de salida de barcos que legal o ilegalmente comerciaban con Gran Bretaña. Las costumbres no cambian y hoy existe un ferry, cuyo puerto se rodea de tiendas de vinos y licores—lugar de paso obligado para los británicos que vuelven a casa.
Roscoff es un bello ejemplo de los pueblos marineros bretones, hechos de granito y pizarra, piedras tan duras como el clima y el mar que los define. Sus calles, estrechas y empedradas, se iluminan con los escaparates de tiendas de ropa marinera y en la plaza principal, la torre de la iglesia gótica recuerda a las barcas de pescadores que se pueden ver en el puerto.
El mar se hace en Roscoff más presente que nunca y es obligado el paseo por el puente que se ha construido hasta un pequeño faro (aunque mejor transitarlo en días de agua en calma, por su escasa altura).
Desde Roscoff vamos a dejar atrás la costa para dirigirnos a Brest por el interior y así poder disfrutar de la transición de las landas a los campos de retama, que contrastan en sus pequeños valles y colinas con la aspereza de la tierra que se enfrenta al mar.
Merece la pena observar el Calvario de Guimiliau, una obra compuesta por más de doscientas figuras que parecen querer salir de su marco de granito
Aprovechamos el viaje para detenernos en algunos de los pueblos célebres por sus Calvarios. Los Calvarios bretones, algo único en el mundo, son representaciones de la Pasión hechas en granito, que se encuentran en lo que se llama el Enclos parroquial, un espacio alrededor de la parroquia que está cercado, y en el que se sitúan diversas construcciones sacras. Aunque nos tenemos que desviar de la ruta para visitar al Calvario de Guimiliau, el más grande de todos, merece la pena para poder admirar una obra compuesta por más de doscientas figuras que parecen querer salir de su marco de granito.
Llegamos a Brest, ciudad portuaria en cuyo perfil destaca el puente levadizo, muy años cincuenta. El contraste con lo que llevamos conocido de Bretaña es grande, pero es que la ciudad fue destruida totalmente a raíz de los bombardeos de la Segunda Guerra mundial, y nada pudo recuperarse. Lo que hoy vemos es fruto de las líneas rectas funcionales características de las décadas 50 y 60 y el resultado es una belleza industrial y fría, pero extrañamente seductora.
La pincelada final de nuestro viaje la pone Locronan, un pueblo que ostenta el título de ser el más bello de la Bretaña. Con sabiduría conservacionista, los coches están prohibidos y tienes que dejar el vehículo en un párking a las afueras. Así, el paseo por el pueblo se conduce a la velocidad en la que puedes apreciar lo que te rodea, la de tus pasos.
Locronan es un pequeño prodigio de granito y empedrado, fruto de un pasado en el que la manufactura de velas para barcos dio prosperidad al enclave. Un lugar que además ha sido escenario de muchos rodajes, ni una antena ni un cable eléctrico delatan el paso del tiempo.
Las tiendas también mantienen esa imagen antigua, mostrando mercancía nueva y artesanías y dulces tradicionales. El camino sobre los adoquines irregulares nos lleva a la plaza principal, donde preside la iglesia de Saint-Ronan (patrón de la villa) construida en el siglo XV, y acompañada por la pequeña capilla de Penity, donde está enterrado el santo. La iglesia es punto de salida y llegada de una gran procesión, la Troménie, que tiene lugar cada seis años, y la que acuden peregrinos de toda la región, recorriendo con sus estandartes y trajes regionales los más de doce kilómetros de los que consta. Locronan también ofrece otro pequeño placer, las vistas que su altura permite del territorio que le rodea, especialmente de la bahía de Douarnenez.
Allí es donde terminaremos el viaje, frente al mar que acepta nuestra moneda con la promesa de volver.