Siempre he considerado un privilegio vivir cerca de la mar, tanto es así, que se me haría muy difícil pasar mucho tiempo alejado de ella. No es que vea o esté en contacto con la mar todos los días, pero sí me tranquiliza saber que en cualquier momento puedo acercarme de una escapada para desconectar de la rutina escuchando el vaivén de las olas mientras observo como el agua se funde con el cielo. Es una especie de conexión que el hecho de vivir en una ciudad como Santander, a cuyos pies se abre el Cantábrico con todo su esplendor, ha potenciado aún más.
Me gusta pensar en la mar como algo vivo, dinámico y que cada uno puede hacer suyo a su manera. Un simple paseo por el Sardinero me sirve para confirmar esta teoría. Desde el mirador de Piquío puedo ver a dos artistas intentado recoger toda la fuerza de la mar: uno juntando palabras para crear un hermoso soneto con el que enamorar a sus musas, otro combinando colores para llevar al lienzo todos los matices. Ya en el paseo, observo como unos niños pequeños juegan en una piscina improvisada en la arena, mientras que, un poco más allá, unos surfistas valientes se deslizan suavemente sobre el filo de las olas. A lo lejos un pequeño barco pesquero hace la faena del día, a la vez que otro con un grupo de científicos toma notas, intentando clasificar la gran variedad de especies para las que el agua salada es su hogar.
Desde pequeño me ha apasionado la mar, no en vano, cuando me preguntaban que quería ser de mayor contestaba inocentemente que pirata. Es un sentimiento que he heredado de mi padre, con el que de niño solía salir a pescar, primero por las aguas de Suances y más tarde por las de la bahía de Santander. Sin embargo, a medida que crecía, fui espaciando más en el tiempo las salidas de pesca, hasta que, prácticamente, en la adolescencia perdí el contacto con la mar.
Pero hay cosas que siempre vuelven, y, al despertarme una mañana de hace dos veranos, sentí de pronto la necesidad de navegar y compartir un día de pesca con mi padre como los de antaño. Fijamos la salida para el día siguiente. Al llegar a puerto, vi que nuestro barco seguía como yo lo recordaba. Soltamos las amarras y nos hicimos a la mar. Estuve manejando el barco durante unos minutos, pero yo quería otra cosa: le cedí los mandos a mi padre y me encaramé en la proa, alegrándome de comprobar que mis manos y pies no se habían olvidado de moverse por la nave. El barco se deslizaba suavemente por las pequeñas olas que ese día había en la bahía, y desde mi posición de privilegio gobernaba la situación mientras sentía el viento en la cara y las salpicaduras del agua por todo mi cuerpo. En apenas un instante había recuperado mi conexión con la mar y, emocionado, seguí disfrutando del placer de la navegación.
Mientras mi padre preparaba los aparejos, salté por la borda y me zambullí en el Cantábrico
Dejamos atrás la bahía y nos adentramos en mar abierto. Cuando fondeamos, y mientras mi padre preparaba los aparejos, salté por la borda y me zambullí en el Cantábrico. «Vas a espantar a todas las presas», me dijo mi padre con sorna desde cubierta. Sonreí mientras me refrescaba un poco más. Al subir de nuevo al barco sentí que una parte de mis problemas se hundían en la mar.
Empezó entonces la pesca: la emoción de las picadas, la lucha por conseguir las capturas. Ese día en particular fue especialmente prolífico, y conseguimos llevar una buena cantidad de maganos a casa que mi madre, con todo su amor, convertiría más tarde en unas deliciosas rabas y en otros sabrosos platos. La noche se nos echó encima y volvimos a puerto. Al atracar y bajarme del barco recordé una conversación que había tenido con mi padre cuando yo tenía 4 ó 5 años:
— Papá, en el cole todos dicen el mar. ¿Por qué tú siempre dices la mar?
— Porque la mar es la novia del marinero hijo, nunca lo olvides.
Antes de dejar el puerto me doy la vuelta lanzando un último vistazo al barco con la mar de fondo. Sonrío deseando que llegue la próxima cita.