Estaba pensando en cómo afrontar la misión sobre los pecados capitales, pereza mediante, cuando el primer pensamiento que me vino a la cabeza fue volver a ver Seven, ya sabéis, la de Brad Pitt y Morgan Freeman. Estaba haciendo las palomitas cuando pensé: «¿Por qué me han elegido a mí para tratar la pereza?» Como si uno no pudiera tomarse un período sabático, o varios, levantándose a la hora de comer sin tener ya una fama de por vida.
Con el propósito de aliviar mi conciencia y honor me decidí a romper una lanza en favor de tan simpático pecado. Para ello me fijé en una de esas frases repetidas hasta la saciedad en las redes sociales: «No sé por qué la pereza es un pecado capital si, al fin y al cabo, ella nos libra de cometer los otros seis». Parecía un argumento convincente: la pereza se me presentaba como un animal pequeño y juguetón, incapaz de hacer daño a nadie. Es más, pensé, podríamos evitar una dolorosa muerte por chocolate solo por la pereza de levantarnos desde el sofá hasta el frigorífico a por un bote de helado. Pereza uno, gula cero.
Estaba ya decidido a dar mi absolución a nuestro inofensivo vicio, cuando me sobrevino otro pensamiento fugaz. Fue entonces cuando la pereza se me presentó como el más despiadado de cuantos enemigos puedan existir. Lo ilustraré con una situación que me ocurre con frecuencia. Estoy en casa. Fuera hace frío. He pasado la tarde viendo algún capítulo repetido de Cómo conocí a vuestra madre o rescatando a la princesa en el último Super Mario. Miro el reloj: la hora se acerca. Tengo entrenamiento, la playa y el frisbee me esperan. El cielo amenaza lluvia, y siento la tentación de quedarme en casa. Me da pereza cambiarme de ropa, coger la bici e irme hasta el Sardinero. Pero entonces, sin saber por qué, me sorprendo preparándolo todo y a las ocho estoy puntual lanzando el frisbee con mis compañeros. Suele ser en el partidillo final cuando me doy cuenta, puede que lo desencadene una defensa increíble o algún punto espectacular, pero siempre hay un momento en el que me paro, miro a mis amigos y sonrío, me siento feliz. Son esas pequeñas dosis de vida fugaz que dan sentido a la existencia. Es solo entonces cuando me alegro de haber vencido a la pereza y de estar en la playa desafiando a los elementos mano a mano con mi equipo.
La anécdota anterior creo que es perfectamente extrapolable a cada cual según su situación. ¿Quién no ha declinado alguna invitación para salir de fiesta solo porque ya estaba en casa con el colacao y el pijama puesto? Imagina lo que habría pasado si te hubieras lanzado a la calle. Quizá de esa noche surgiera la idea de un gran viaje, o habrías conocido a alguien especial. La apatía en exceso puede matarnos en vida, apagando lentamente nuestra luz solo porque nos da pereza levantarnos hasta el interruptor. No puedo imaginar una forma más cruel de morir.
Es necesario mantener viva esa luz, que ilumine nuestra vida y nos lleve a hacer aquello que consideramos impensable. Veámoslo con música: «Cambiar un ‘no me creo nada’ por ‘te quiero chaval’. Cualquier excusa, una chorrada, es buena para brindar. Soltar en una carcajada todo el aire y después respirar». Rubén y Leiva saben de lo que hablo. Sí, he estado escuchando a Pereza mientras escribía y no, no he vuelto a ver Seven. Me dio pereza.