Recuerdo primero: Allá por el año 2009, la prensa del corazón nos anunció un día que Imanol Arias (sí, Antonio Alcántara) y Pastora Vega se separaban después de veinticinco años juntos. Para las personas con alma de portera fue toda una sorpresa: Imanol era el hombre que no imaginaba la vida sin Pastora, según había declarado en múltiples entrevistas. Más allá de esto, la noticia, es verdad, tenía poca trascendencia. Sin embargo, la recuerdo porque, preguntado días después de la ruptura por su estado de ánimo, Imanol contestó, lapidario: «La gente atribuye el dolor a la pérdida de una persona querida. El dolor verdadero es más grande y es cuando descubrimos que esa pena no dura eternamente».
Recuerdo segundo: Mi madre, cuando escucha It never rains in Southern California, invariablemente te cuenta que esa canción sonaba por todas partes el día que ella terminó la carrera. Un día, escuchándola en el coche, me soltó: «¿Sabes qué es lo peor de cumplir sesenta años? Que te das cuenta de todas las cosas que ya no vas a ser en la vida». Algún tiempo después, un articulista contaba en el periódico que, en el cumpleaños de una amiga, esta le había confesado que lo que más le entristecía de cumplir cincuenta años era pensar que lo inesperado no volvería a poner patas arriba su existencia.
Recuerdo tercero: Hace unos meses vi en el telediario que unos trabajadores sociales habían puesto en marcha una iniciativa, llamada «Música para despertar», que consistía en ir a visitar, pertrechados con un MP3 cargado de canciones de Machín y unos cascos, a ancianos aquejados de alzhéimer severo. A estos viejecitos, que apenas podían ya pronunciar alguna palabra, les caían unos lagrimones como puños, no sé si porque solamente una vez se entrega el alma o porque desde entonces había pasado ya toda una vida. El caso es que me hizo reflexionar sobre lo amargo que resulta volver a sentir la ausencia de la persona que se fue, o de la que fuiste. Tan amargo como despedirse de la inocencia, del rubor, de las primeras veces, de la incertidumbre, de la euforia, de lo inesperado.
Sin embargo, más allá del olvido, una vez que ya pasó el dolor, las emociones que nos encendieron o nos incendiaron subsisten como una sombra y reviven en nosotros cuando una melodía, una imagen, un perfume, activa el interruptor de nuestra memoria. Podría decirlo de otra forma, pero difícilmente mejor que Pedro Salinas en La voz a ti debida: «¿Las oyes cómo piden realidades, / ellas, desmelenadas, fieras, / ellas, las sombras que los dos forjamos / en este inmenso lecho de distancias? / […] Y así luego, / al separarnos, al nutrirnos sólo / de sombras, entre lejos, / ellas / tendrán recuerdos ya, tendrán pasado / de carne y hueso, / el tiempo que vivieron en nosotros. / Y su afanoso sueño / de sombras, otra vez, será el retorno / a esta corporeidad mortal y rosa / donde el amor inventa su infinito».