Días de tierra y lluvia

Días de tierra y lluvia

“No saber lo que ha sucedido antes de nosotros es como ser incesantemente niños”
Cicerón

Habían pasado sólo tres horas desde que por fin pude dormirme, calmando así mi curiosidad por lo que me aguardaba el día siguiente. Eran las cinco de la mañana y ya sonaban por la habitación cinco despertadores. El sol no podía esperar. Media hora después nos poníamos en camino hacia lo que era para mi un sueño de infancia hecho realidad. En menos de una hora estaría desenterrando el pasado de la Historia, adentrándome en sus entrañas que, tan cuidadosamente, la tierra había ido enterrando durante cientos de años.

 

Este sueño mío desde niña había sido ser arqueóloga. La curiosidad por el ayer había dejado marcados los jardines de mi casa y del colegio con algún hoyo en los que encontraba trozos de mosaico romano o pequeños fósiles prehistóricos. Tiempo después descubrí que a pesar de mis ilusiones eran más bien pedazos de algún azulejo y cristales verdosos de refresco pulidos por el paso de los años. Recuerdo cómo, para aquellas pequeñas exploraciones, me ataviaba con mi chaleco multibolsillo de Coronel Tapiocca y unos prismáticos de mi abuelo. Era verdaderamente feliz y lo mejor de todo, es que aquella necesidad por descubrir no se sosegó al crecer.

«Acuérdate siempre, esto es la trilogía del arqueólogo: pico, pala y carretillo»

Esos recuerdos de mi niñez, al dar las seis en punto comenzaron a cobrar vida. Tocaba hacerse con el material del día y los víveres necesarios para resistir excavando a altas temperaturas hasta casi las dos de la tarde. Cargadas en las carretillas, las herramientas desfilaban ante mi cuando alguien me advirtió: «acuérdate siempre, esto es la trilogía del arqueólogo: pico, pala y carretillo». Llegados a la zona donde tendríamos que evaluar una futura excavación, recordé las muchas veces que me habían insinuado que la arqueología era aquello ‘del pincelito’. Cuánto se equivocan los tópicos, pues ante mí únicamente tenía a la vista picos de un metro de largo y casi cinco kilos de peso, esperando a hacer mella en mis manos con el paso de los días.

Y allí empezó todo. Rodeada de neblina del amanecer hice surcos en la tierra de la Historia. Aprendí aquel día, que excavar no significaba llegar cuanto antes al tesoro que te aguarda, si no llegar cuando corresponda; algo que ha dormido lejos de la luz del sol durante dos mil años, puede soportar unas horas más la tierra sobre sí. La paciencia y la observación son los principales ejes de la buena praxis arqueológica. Gracias al britanico Harris,uno de los padres de la arqueología actual, estos dos elementos inspiraron lo que hoy día conforma una extensa metodología de terreno, basada en la necesidad de excavar respetando los niveles de suelo que se van hallando, y documentando lo que cada uno de ellos presenta. Un color distinto en la estratigrafía, unas pequeñas cenizas o simplemente la ausencia de materiales pueden ser la clave cuando posteriormente se realiza un estudio teórico del yacimiento.

En la práctica, durante aquel amanecer, esto se traducía en un temor especial por romper algo que los siglos había protegido. A media mañana el espíritu de algún viejo arqueólogo decimonónico experimentado se había hecho con mis brazos, y cada vez, el pico y la pala pesaban menos, el calor se soportaba y por arte de magia, encontré lo que fue mi primer descubrimiento: un trozo de cerámica romana que poseía aún las marcas de los dedos de su artesano. En aquel momento me di cuenta de la labor excepcional que hace la Historia por nosotros. No solo nos lleva a responder las dudas sobre el origen, sino que nos conecta con personas de a pie, como tu y yo. Nos lleva a compartir algo con aquel alguien.

Días en que una persona de asfalto se hace un poco más de tierra y lluvia

Pasaron los días y lo que comenzó siendo una pequeña zanja, terminó siendo un perfecto rectángulo de casi dos metros de profundidad. Habíamos dado a luz a unas ordenadas piedras en forma de circunferencia que vistas desde cerca carecían de sentido, pero como todo en la vida, había que verlas con perspectiva. Desde arriba se apreciaba un perfecto horno de metales de época romana. Grandes y pequeños pedazos de hierro nos habían dado pistas sobre su posible existencia, y aquel día las dudas se habían disipado. Las mañanas viendo despertar el sol, los chirridos de una carretilla, las montañas de tierra a nuestro lado, las conversaciones que se llevó el viento en la nada; son tantas las cosas que rodean un descubrimiento, que sin duda, gracias a ellas, las cosas que ven la luz después de siglos de penumbra, nacen acompañadas.

Cuatro horas de sueño al día , de llevar tu resistencia física al límite, de descubrir que los sueños de infancia se hacen realidad, de comprender el respeto a la naturaleza y el curso de la Historia. Días en los que una persona de asfalto se hace un poco más de tierra y lluvia. El afán de aventura es inherente a la condición humana, da la mejor versión de uno mismo; la naturaleza nos convierte en esencia pura, en existencia absoluta. Lejos de Egipto, de los emperadores romanos, de las hazañas medievales, de los pecios de piratas, lejos de la arqueología, vivamos nuestra gran Historia y ahondemos un poco más dentro de nosotros mismos.